20110129

Un alien llamado Olias


Olias of Sunhillow
Olias del Sunhillow es un álbum de rock progresivo conceptual de Jon Anderson, el vocalista y fundador de la banda Yes. La fecha de lanzamiento fue en 1976, constituyendo su primer álbum en solitario y el de mayor éxito de todos los esfuerzos en solitario de los integrantes del grupo, alcanzando el puesto # 8 en las listas británicas y las divisiones inferiores en el Top 50 de EE.UU.

El álbum cuenta la historia de una raza alienígena y su viaje a un mundo nuevo (la historia impresa en el sobre del LP lo llama "la tierra", con "e" minúscula), debido a una catástrofe. Olias, el personaje del título, es el arquitecto elegido para construir la vela Moorglade, que será utilizada para llevar a su pueblo hasta su nuevo hogar. Ranyart es el navegador de la vela, y Qoquaq es el líder que une las cuatro tribus de Sunhillow a participar en el éxodo.

La historia contada en ese cover dice así:

A través de la neblina de un millón de años de energía, tres jinetes se deslizaban por la superficie de la llanura de Tallowcross y corrieron hacia un sueño. Su lugar de encuentro quedaba entre las ciénagas y los Jardines de Geda y las masas de las montañas elevadas, donde las fuentes de luz y de color y los suaves vientos de la pasión, que existen abiertamente a través de la sabiduría, rodeaban a los tres en esa noche silenciosa, cantaron juntos sólo a través de movimientos, mientras alrededor de ellos centelleaba y coreaban maravillados.OLIAS debía construir la nave, el Moorglade MoverRANYART guiaría la luz creadora de momentosQOQUAQ, un líder, un moldeador de la gente de Sunhillow.Cuatro tribus vivían en Sunhillow y existían a través de la música, los ritmos y los tiempos, cada una de las tribus lograba una luz propia a través de sus canciones a las estrellas, de modo que toda su energía, sus almas, su tiempo, sus movimientos estuviesen de acorde a las estrellas.NAGRANIUM - pulsación sobre la piel oscura grave y alargadaASATRANIUS - líneas discordantes de una sola tonalidadORACTANIOM - catarata de metal livianoNORDRANIOUS - tejedores del cuerpo del sonidoLa danza de Ranyart empezaría el llamado; con rayos de alternancia dirigidos a los cielos. Doblando la vara de la luz creadora de los momentos, se movió con la gracia propia de él y recargó el aire para que se partiera y lo llevara hacia el curso de la pasión.Olias había estado ocupado, y habiendo cantado su canción los árboles de aspecto metálico con sus hojas doradas discordantes cual nieve de invierno, movieron sus poderosas raíces para bailar lentamente fuera de posición hacia Olias para crear la estructura del Moorglade. Con las alas extendidas de un águila y los mástiles elevados con suficiente espacio para todos, se paró, casi listo, requiriendo sólo ser vigorizado y cubierto, y esto sería hecho por el pez del océano, el 'solar'. Olias se extendió con su voz y el sonido los alivió de su ejecución.Mientras las partes entrelazadas e internas movibles del océano se elevaban al aire brillando en el rápido viento, ellos se apresuraron con expectativa hacia la estructura y aplastaron sus formas y se abrocharon y murieron como todos lo harán: el Moorglade estaba listo.Arrojándose al espacio entre incontables planetas hermanos. Sunhillow mantuvo las tribus por tanto tiempo como pudo; Qoquaq se sentó solo en el valle, a puntos cercanos de todo, y le cantó a las masas de tierra hacia el Este; mientras el sonido ascendía y repicaba más allá del valle, se escuchó una forma distante, se despertó con ritmos profundos que hablaban del movimiento, mientras lenta y de forma segura Nagrunium despertó el mensaje de amor y de prisa.Se escuchó un zumbido en lo profundo del Este como una formación de sonido convergiendo hacia el valle. Se podía ver el metal reluciente y repiqueteando en la neblina del Oeste. Qoquaq, casi en trance, cantó los ritmos en un tono claro mientras los cantantes del Norte se acercaban a la escena. Mientras empezaban a mezclarse surgió algo extraño y disonante; cada tribu no se había visto antes y se cantaron al mismo tiempo para lograr el balance. Aún vistos a través de un velo de inocencia, el movimiento era tan fuerte que todo lo que se podía mover, se movió a través de Qoquaq, tan poderosa era su canción. Luego se levantó suavemente como si no hubiese visto nada y los guió hacia la nave, el Moorglade Mover. Olias le cantó a Qoquaq mientras que las tribus del sonido, en un estado en trance, aparecieron en la llanura de Tallowcross. Su canción de bienvenida fue para reunirlos más cerca a la nave, mientras subían a bordo el ruido resonó por dentro, ritmos superponiéndose unos sobre otros y se volvieron tan intensos que en un solo movimiento las gigantescas alas del Moorglade empezaron a cobrar vida.La nave lentamente se arrastró por la llanura, sobre el océano, en el punto donde las aguas empezaban a moverse por debajo de la nave. La cubierta solar reaccionó contra el sentido de visión hecha vida, y mientras el Moorglade empezó a acelerar, aumentando la velocidad, apareció una gran marea contorneante y se elevó a lo alto hacia las estrellas, impulsando al Moorglade hacia el espacio y para viajar con las velas gigantes destellando a las estrellas, y mientras la nave viajaba hacia el espacio, se oyó un estruendoso estallido lejano mientras Sunhillow explotaba en millones de silenciosas gotas de lágrimas.Dentro de la nave todo se aquietó y como Olias y Qoquaq estaban en un sólo trance piloteando la nave y Ranyart en el espacio profundo; las tribus se quedaron solas para ver su propia situación.Casi al mismo tiempo, hubo un murmullo de duda que se redobló hasta llegar a ser un ruido y un desorden de estremecimientos de descontento. Moon Ra, la desorientación, mostró su rostro, y ellos lloraron y gritaron por misericordia atormentándose unos a otros y a sus propios sentimientos, liberando sólo el miedo y el dolor. El sonido fue de total falta de armonía y de balance resonando a tal tono y contratono sin voz que lo que se elevó de sus alrededores fue incómodo y sombrío, su propio temor había creado una forma desde lo profundo de sus propias almas. Todo se descubrió ante ellos. La forma se elevó y llenó los muros interiores de Moorglade y podía partir los muros alrededores con tal fuerza y tensión que derribaría toda la inmensidad del espacio para perderse por siempre.En ese instante Olias despertó de su ubicación como piloto, parado, con sus brazos extendidos contuvo consigo el terror y los llantos de tormento de la gente, les cantó acordes de amor y de vida y acarició la forma hasta que se rindió. La gente ahora en una luz deslumbrante, se relajó y durmió bajo de una manta de cristal, cada uno en estado de crisálida, mientras el Moorglade se aventuró hacia el espacio con una canción de amor que fue liberada y tocada entre ellos.Ranyart había descifrado la ruta y bailó en una cascada de felicidad mientras la nave se extendía hacia tierra, y empezó a cantar una nueva Canción de Búsqueda mientras se remontaba sobre las colinas. Las nubes se movían junto con el viento silencioso, mientras que el acorde plateado de la vida empezaba. El Moorglade se posó sobre las llanuras de Asguard, y desde adentro emergió una mente de muchos pensamientos; un solo sonido; una única alma, uno.Y así partieron Olias, Ranyart y Qoquaq, escalaron la montaña más elevada, acostados con los ojos fijos a las estrellas, sólo viendo las estrellas, se volvieron uno con el universo de nuevo y se alejaron hacia el Sol.

Si deseas acompañar el sonido con letras traducidas, puedes encontrarlas aquí

Les dejo el enlace para descargar este hermoso álbum con el siguiente contenido:

LISTADO DE TEMAS:
1. Ocean Song
2. Meeting (Garden Of Geda)/Sound Out The Galleon
3. Dance Of Ranyart/Olias (To Build The Moorglade)
4. QoQuaQ En Transic/Naon/Transic To
5. Flight Of The Moorglade
6. Solid Space
7. Moon Ra/Chords/Song Of Search
8. To The Runner



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20110127

Dagon

Escribo esto bajo una fuerte tensión rnental, ya que cuando llegue la noche habré dejado de existir. Sin dinero, y agotada mi provisión de droga, que es lo único que me hace tolerable la vida, no puedo seguir soportando más esta tortura; me arrojaré desde esta ventana de la buhardilla a la sórdida calle de abajo. Pese a mi esclavitud a la morfina, no me considero un débil ni un degenerado. Cuando hayáis leído estas páginas atropelladamente garabateadas, quizá os hagáis idea -aunque no del todo-de por qué tengo que buscar el olvido o la muerte.
Fue en una de las zonas más abiertas y menos frecuentadas del anchuroso Pacífico donde el paquebote en el que iba yo de sobrecargo cayó apresado por un corsario alemán. La gran guerra estaba entonces en sus comienzos, y las fuerzas oceánicas de los hunos aún no se habían hundido en su degradación posterior; así que nuestro buque fue capturado legalmente, y nuestra tripulación tratada con toda la deferencia y consideración debidas a unos prisioneros navales. En efecto, tan liberal era la disciplina de nuestros opresores, que cinco días más tarde conseguí escaparme en un pequeño bote, con agua y provisiones para bastante tiempo.
Cuando al fin me encontré libre y a la deriva, tenía muy poca idea de cuál era mi situación. Navegante poco experto, sólo sabía calcular de manera muy vaga, por el sol y las estrellas, que estaba algo al sur del ecuador. No sabía en absoluto en qué longitud, y no se divisaba isla ni costa algunas. El tiempo se mantenía bueno, y durante incontables días navegué sin rumbo bajo un sol abrasador, con la esperanza de que pasara algún barco, o que me arrojaran las olas a alguna región habitable. Pero no aparecían ni barcos ni tierra, y empecé a desesperar en mi soledad, en medio de aquella ondulante e ininterrumpida inmensidad azul.
El cambio ocurrió mientras dormía. Nunca llegaré a conocer los pormenores; porque mi sueño, aunque poblado de pesadillas, fue ininterrumpido. Cuando desperté finalmente, descubrí que me encontraba medio succionado en una especie de lodazal viscoso y negruzco que se extendía a mi alrededor, con monótonas ondulaciones hasta donde alcanzaba la vista, en el cual se había adentrado mi bote cierto trecho.
Aunque cabe suponer que mi primera reacción fuera de perplejidad ante una transformación del paisaje tan prodigiosa e inesperada, en realidad sentí más horror que asombro; pues había en la atmósfera y en la superficie putrefacto una calidad siniestra que me heló el corazón. La zona estaba corrompida de peces descompuestos y otros animales menos identificabas que se veían emerger en el cieno de la interminable llanura. Quizá no deba esperar transmitir con meras palabras la indecible repugnancia que puede reinar en el absoluto silencio y la estéril inmensidad. Nada alcanzaba a oírse; nada había a la vista, salvo una vasta extensión de légamo negruzco; si bien la absoluta quietud y la uniformidad del paisaje me producían un terror nauseabundo.
El sol ardía en un cielo que me parecía casi negro por la cruel ausencia de nubes; era como si reflejase la ciénaga tenebrosa que tenía bajo mis pies. Al meterme en el bote encallado, me di cuenta de que sólo una posibilidad podía explicar mi situación. Merced a una conmoción volcánica el fondo oceánico había emergido a la superficie, pasando a la luz regiones que durante millones de años habían estado ocultas bajo insondables profundidades de agua. Tan grande era la extensión de esta nueva tierra emergida debajo de mí, que no lograba percibir el más leve rumor de oleaje, por mucho que aguzaba el oído. Tampoco había aves marinas que se alimentaran de aquellos peces muertos.
Durante varias horas estuve pensando y meditando sentado en el bote, que se apoyaba sobre un costado y proporcionaba un poco de sombra al desplazarse el sol en el cielo. A medida que el día avanzaba, el suelo iba perdiendo pegajosidad, por lo que en poco tiempo estaría bastante seco para poderlo recorrer fácilmente. Dormí poco esa noche, y al día siguiente me preparé una provisión de agua y comida, a fin de emprender la marcha en busca del desaparecido mar, y de un posible rescate.
A la mañana del tercer día comprobé que el suelo estaba bastante seco para andar por él con comodidad. El hedor a pescado era insoportable; pero me tenían preocupado cosas más graves para que me molestase este desagradable inconveniente, y me puse en marcha hacia una meta desconocida. Durante todo el día, caminé constantemente en dirección oeste, guiado por una lejana colina que descollaba por encima de las demás elevaciones del ondulado desierto. Acampé esa noche, y al día siguiente proseguí la marcha hacia la colina, aunque parecía escasamente más cerca que la primera vez que la descubrí. Al atardecer del cuarto día llegué al pie de dicha elevación, que resultó ser mucho más alta de lo que me había parecido de lejos; tenía un valle delante que hacía más pronunciado el relieve respecto del resto de la superficie. Demasiado cansado para emprender el ascenso, dormí a la sombra de la colina.
No sé por qué, mis sueños fueron extravagantes esa noche; pero antes de que la luna menguante, fantásticamente gibosa, hubiese subido muy alto por el este de la llanura, me desperté cubierto de un sudor frío, decidido a no dormir más. Las visiones que había tenido eran excesivas para soportarlas otra vez. Y a la luz de la luna, comprendí lo imprudente que había sido al viajar de día. Sin el sol abrasador, la marcha me habría resultado menos acometer el ascenso que por la tarde no había sido capaz de emprender. Recogí mis cosas e inicié la subida a la cresta de la elevación.
Ya he dicho que la ininterrumpida monotonía de la ondulada llanura era fuente de un vago horror para mí; pero creo que mi horror aumentó cuando llegué a lo alto del monte y vi, al otro lado, una inmensa sima o cañón, cuya oscura concavidad aún no iluminaba la luna. Me pareció que me encontraba en el borde del mundo, escrutando desde el mismo canto hacia un caos insondable de noche eterna. En mi terror se mezclaban extraños recuerdos del Paraíso perdido, y la espantosa ascensión de Satanás a través de remotas regiones de tinieblas.
Al elevarse más la luna en el cielo, empecé a observar que las laderas del valle no eran tan completamente perpendiculares como había imaginado. La roca formaba cornisas y salientes que proporcionaban apoyos relativamente cómodos para el descenso; y a partir de unos centenares de pies, el declive se hacía más gradual. Movido por un impulso que no me es posible analizar con precisión, bajé trabajosamente por las rocas, hasta el declive más suave, sin dejar de mirar hacia las profundidades estigias donde aún no había penetrado la luz.
De repente, me llamó la atención un objeto singular que había en la ladera opuesta, el cual se erguía enhiesto corno a un centenar de yardas de donde estaba yo; objeto que brilló con un resplandor blanquecino al recibir de pronto los primeros rayos de la luna ascendente. No tardé en comprobar que era tan sólo una piedra gigantesca; pero tuve la clara impresión de que su posición y su contorno no eran enteramente obra de la Naturaleza. Un examen más detenido me llenó de sensaciones imposibles de expresar; pues pese a su enorme magnitud, y su situación en un abismo abierto en el fondo del mar cuando el mundo era joven, me di cuenta, sin posibilidad de duda, de que el extraño objeto era un monolito perfectamente tallado, cuya imponente masa había conocido el arte y quizá el culto de criaturas vivas y pensantes.
Confuso y asustado, aunque no sin cierta emoción de científico o de arqueólogo, examiné mis alrededores con atención. La luna, ahora casi en su cenit, asomaba espectral y vívida por encima de los gigantescos peldaños que rodeaban el abismo, y reveló un ancho curso de agua que discurría por el fondo formando meandros, perdiéndose en ambas direcciones, y casi lamiéndome los pies donde me había detenido. Al otro lado del abismo, las pequeñas olas bañaban la base del ciclópeo monolito, en cuya superficie podía distinguir ahora inscripciones y toscos relieves. La escritura pertenecía a un sistema de jeroglíficos desconocido para mí, distinto de cuantos yo había visto en los libros, y consistente en su mayor parte en símbolos acuáticos esquematizados tales como peces, anguilas, pulpos, crustáceos, moluscos, ballenas y demás. Algunos de los caracteres representaban evidentemente seres marinos desconocidos para el mundo moderno, pero cuyos cuerpos en descomposición había visto yo en la llanura surgida del océano.
Sin embargo, fueron los relieves los que más me fascinaron. Claramente visibles al otro lado del curso de agua, a causa de sus enormes proporciones, había una serie de bajorrelieves cuyos temas habrían despertado la envidia de un Doré. Creo que estos seres pretendían representar hombres ... al menos, cierta clase de hombres; aunque aparecían retozando como peces en las aguas de alguna gruta marina, o rindiendo homenaje a algún monumento monolítico, bajo el agua también. No me atrevo a descubrir con detalle sus rostros y sus cuerpos, ya que el mero recuerdo me produce vahídos. Más grotescos de lo que podría concebir la imaginación de un Poe o de un Bulwer, eran detestablemente humanos en general, a pesar de sus manos y pies palmeados, sus labios espantosamente anchos y fláccidos, sus ojos abultados y vidriosos, y demás rasgos de recuerdo menos agradable. Curiosamente, parecían cincelados sin la debida proporción con los escenarios que servían de fondo, ya que uno de los seres estaba en actitud de matar una ballena de tamaño ligeramente mayor que él. Observé como digo, sus formas grotescas y sus extrañas dimensiones; pero un momento después decidí que se trataba de dioses imaginarios de al,-una tribu pescadora o marinera; de una tribu cuyos últimos descendientes debieron de perecer antes de que naciese el primer antepasado del hombre de Piltdown o de Neanderthal. Aterrado ante esta visión inesperada y fugaz de un pasado que rebasaba la concepción del más atrevido antropólogo, me quedé pensativo, mientras la luna bañaba con misterioso resplandor el silencioso canal que tenía ante mí.
Entonces, de repente, lo vi. Tras una leve agitación que delataba su ascensión a la superficie, el ser surgió a la vista sobre las aguas oscuras. Inmenso, repugnante, aquella especie de Polifemo saltó hacia el monolito como un monstruo formidable y pesadillesco, y lo rodeó con sus brazos enormes y escamosos, al tiempo que inclinaba la cabeza y profería ciertos gritos acompasados. Creo que enloquecí entonces.
No recuerdo muy bien los detalles de mi frenética subida por la ladera y el acantilado, ni de mi delirante regreso al bote varado... Creo que canté mucho, y que reí insensatamente cuando no podía cantar. Tengo el vago recuerdo de una tormenta, poco después de llegar al bote; en todo caso, sé que oí el estampido de los truenos y demás ruidos que la Naturaleza profiere en sus momentos de mayor irritación.
Cuando salí de las sombras, estaba en un hospital de San Francisco; me había llevado allí el capitán del barco americano que había recogido mi bote en medio del océano. Hablé de muchas cosas en mis delirios, pero averigüé que nadie había hecho caso de las palabras. Los que me habían rescatado no sabían nada sobre la aparición de una zona de fondo oceánico en medio del Pacífico, y no juzgué necesario insistir en algo que sabía que no iban a creer. Un día fui a ver a un famoso etnólogo, y le divertí haciéndole extrañas preguntas sobre la antigua leyenda filistea en torno a Dagón, el Dios-Pez; pero en seguida me di cuenta de que era un hombre irremediablemente convencional, y dejé de preguntar.
Es de noche especialmente cuando la luna se vuelve gibosa y menguante cuando veo a ese ser. He intentado olvidarlo con la morfina; pero la droga sólo me proporciona una cesación transitoria, y me ha atrapado en sus garras, convirtiéndome irremisiblemente en su esclavo. Así que voy a poner fin a todo esto, ahora que he contado lo ocurrido para información o diversión desdeñosa de mis semejantes. Muchas veces me pregunto si no será una fantasmagoría, un producto de la fiebre que sufrí en el bote a causa de la insolación, cuando escapé del barco de guerra alemán. Me lo pregunto muchas veces; pero siempre se me aparece, en respuesta, una vision monstruosamente vívida. No puedo pensar en las profundidades del mar sin estremecerme ante las espantosas entidades que quizá en este instante se arrastran y se agitan en su lecho fangoso, adorando a sus antiguos ídolos de piedra y esculpiendo sus propias imágenes detestables en obeliscos submarinos de mojado granito. Pienso en el día que emerjan de las olas, y se lleven entre sus garras de vapor humeantes a los endebles restos de una humanidad exhausta por la guerra... en el día en que se hunda la tierra, y emerja el fondo del océano en medio del universal pandemónium. Se acerca el fin. Oigo ruido en la puerta, como si forcejeara en ella un cuerpo inmenso y resbaladizo. No me encontrará. ¡Dios mío, esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!

H. P. Lovecraft
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20110126

Blade Runner


¿Cómo no ibamos a tener ésta película en nuestro blog? !!!Imposible¡¡¡
En Blade Runner, Ridley Scott genera una nueva visualización del futuro. Maneja los tiempos en forma bucólica apoyado en la música de Vangelis y nos sumerge en una película de detectives de los años ´40 pero ambientada en el futuro. Todos son perdedores a la deriva en un mundo condenado, frío y sucio. Claro, hoy no parece nada innovador, pero justamente, esta película que no tuvo gran éxito de taquilla en su momento (1982) debió ser remasterizada y publicada nuevamente en DVD a modo Director´s Cut en el año 1992 y el Final Cut en 2008, pues se ha convertido en objeto de culto. El guión, escrito por Hampton Fancher y David Peoples, se inspira libremente en la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip K. Dick. El reparto se compone de Harrison Ford, Rutger Hauer, Sean Young, Edward James Olmos, M. Emmet Walsh, Daryl Hannah, William Sanderson, Brion James, Joe Turkel y Joanna Cassidy; el diseñador principal fue Syd Mead y la música original ,como dijimos, fue compuesta por Vangelis.

La frase que pronuncia el replicante Roy Batty antes de morir se ha convertido en una de las más famosas de la historia del cine y ocupa un lugar preponderante en este blog espacial:


"He visto cosas que los humanos ni se imaginan: Naves de ataque incendiándose más allá del hombro de Orión. He visto rayos C centellando en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán... en el tiempo... como lágrimas... en la lluvia. Es hora... de morir."

En esta oportunidad te acerco a la puerta de Fanático, lugar sin fines de lucro para obtener esta película en formato RMVB.
Que la disfrutes.
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20110124

Fractal 3911 FDU2UUUAF2U8

Benoît Mandelbrot (Varsovia, Polonia, 20 de noviembre de 1924 – Cambridge, Estados Unidos, 14 de octubre de 2010 ) fue un matemático conocido por sus trabajos sobre los fractales. Es considerado el principal responsable del auge de este dominio de las matemáticas desde el inicio de los años setenta, y del interés creciente del público. En efecto, supo utilizar la herramienta que se estaba popularizando en ésta época - el ordenador - para trazar los más conocidos ejemplos de geometría fractal: el conjunto de Mandelbrot por supuesto, así como los conjuntos de Julia descubiertos por Gaston Julia quien inventó las matemáticas de los fractales, desarrollados luego por Mandelbrot.
Disfruten el siguiente.




FDU2UUUAF2U8
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20110123

Aliens tunnel


Un clásico inolvidable sacado de la imaginación y la mano maestra de H.R. Giger que cambió la Sci-Fi introduciendo el concepto "Biomecanoide" mediante ambientes donde todo remite a organismos vivos con funciones de máquinas.
Si deseas bajar el Wall Paper sigue el enlace de la tecla de descarga.

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20110121

Constructor de Mundos


La belleza de este cortometraje lo ha calificado para ser incluido en la lista de preferidos en El Replicante. Las tomas de las actuaciones en vivo fueron efectuadas en tal solo un día de filmación. La postproducción , es decir el corte, edición, generación de efectos especiales, coloración, musicalización, etc. duró dos años completos. Bien vale guardar celosamente este corto de BranitVFX que toca con cariño algunas fibras íntimas.


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20110119

Helix Nebula ( Aquarius)


Una imagen absolutamente real e imperdible. Puedes tomarla aquí simplemente copiando la imagen o en su tamaño original de 1920 x 1200 Px. para usarla como fondo de pantalla.
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Modern Times


Vimeo es una comunidad a la que me he adherido hace ya un año y nunca ha dejado de sorprenderme por la calidad de material que los apasionados generan y ofrecen sin ningún interés particular en el foro.
Hoy una vez más una de esas obras se gana un lugar en El Replicante. Una obra hecha sin dinero, sólo con un poco de tiempo y mucha pasión.


D.O.P: Richard Mountney
Asistentes de Iluminación y Cámara :
Mountney Simon, Mountney Tom y Mair Robin
Extractos de Cine y Música usados bajo una base estrictamente ausente de intenciones de lucro.

(Recuerden subir el volumen del sonido en el VIMEOBOX, las líneas verticales grises junto a la línea de avance deben estar en color azul)



Si les gusta el detrás de las cámaras, aquí también lo tienen

 
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Songs of distant Earth

Acercamos una de las obras de Mike Olfield, el disco que lleva por título Songs Of Distant Earth, y que es una sinfonía electrónica evocada por la lectura del libro homónimo de Arthur C. Clarke, el mismo autor de 2001: Una odisea en el espacio, novela original en la que se basa la película favorita de Mike. Songs Of Distant Earth comienza con el fin del Sistema Solar y trata sobre cómo el ser humano busca un nuevo sitio en el universo donde implantarse como civilización. Aunque el disco está dividido en 17 pistas, los últimos acordes de cada corte enlazan con el siguiente, creando así una auténtica epopeya musical. Destacan, del primer corte, las palabras pronunciadas por el astronauta William Anders a bordo del Apolo 8 extraídas del Génesis, en referencia a la creación del Universo citada en la Biblia. El single comercial de este disco fue el tema Let There Be Light. El vídeoclip ponía de manifiesto el gran interés de Mike Oldfield por el diseño 3D y las nuevas tecnologías, ya que incluía en casi todas sus tomas personajes, lugares o situaciones fantásticas creados por ordenador. Estos efectos fueron pioneros para su época, aunque no se les hizo mucho caso. Además la versión CD contaba con un elemento innovador: era el primer disco sacado para su venta en el mercado musical que incorporaba una pista de datos para su uso en un ordenador personal. Mike eligió hacerlo para MacOS, y dejó a los usuarios de PC un tanto desilusionados.

Tomado de:  http://mike-oldfield-pm.blogspot.com/
Pistas
1. In the Beginning – 1:24
2. Let There Be Light – 4:57
3. Supernova - 3:23
4. Magellan – 4:40
5. First Landing – 1:16
6. Oceania – 3:19
7. Only Time Will Tell – 4:26
8. Prayer for the Earth – 2:09
9. Lament for Atlantis – 2:43
10. The Chamber – 1:48
11. Hibernaculum – 3:32
12. Tubular World – 3:22
13. The Shining Ones – 2:59
14. Crystal Clear – 5:42
15. The Sunken Fores – 2:37
16. Ascension – 5:49
17. A New Beginning – 1:37


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Skyline (2010)

Después de una noche de fiesta, un grupo de amigos se despierta en medio de la noche debido a una luz misteriosa que sale de la ventana. La luz dibuja ligeramente la imagen de personas que luego desaparecen de repente. Así descubrirán que una fuerza de otro mundo se está tragando a toda la población de la Tierra. Este grupo de supervivientes deberá luchar por su vida mientras el mundo entero se desmorona a su alrededor.
Les dejo un enlace a nuestros amigos de Fullcine desde donde podrán bajar una copia en RMVB (Realplayer). Si no cuentan con un reproductor para el mismo, la gente de Fullcine les provee de uno de libre uso.
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20110118

Reliquia de un mundo olvidado



(Manuscrito hallado entre los papeles del fallecido
Richard H. Johnson,
doctor en Filosofía, miembro del Cabot Museum de
Arqueología de Boston, Mass.) 
 
No es probable que nadie de Boston -ni los lectores asiduos de cualquier otro lugar-olvide el extraño caso del Cabot Museum. La publicidad que dieron los periódicos a esa momia infernal, las antiguas y terribles leyendas vagamente relacionadas con ella, la morbosa oleada de interés, y los cultos que nacieron en torno suyo durante el año 1932, junto con el espantoso final de los dos intrusos, ocurrido el día primero de diciembre de aquel año, fueron circunstancias que dieron lugar a uno de esos misterios clásicos que se perpetúan a través de las generaciones como tema de tradición popular, y llegan a convertirse en el núcleo de auténticos ciclos mitológicos de terror. Todo el mundo parece darse cuenta, además, de que se ha suprimido algo muy vital, algo espantoso, de las informaciones ofrecidas al público sobre su horrible desenlace. Las alusiones que se hicieron en un principio acerca del estado de uno de los dos cuerpos, fueron soslayadas y pasadas por alto con demasiada precipitación; tampoco se dio publicidad a las extraordinarias modificaciones experimentadas por la momia. Y otra cosa que sorprendió al público fue el hecho singular de que nunca más se restituyera la momia a la vitrina donde estuvo expuesta. En estos tiempos en que la taxidermia ha progresado tanto, el pretexto de que su estado de desintegración hacía imposible exhibirla, parece particularmente endeble. Como miembro del gabinete de conservación del Museo estoy en condiciones de revelar todos los hechos omitidos, aunque no lo haré en tanto me encuentre con vida. Hay cosas en el mundo y en el universo que deben permanecer ignoradas de la mayoría, y mantengo la idea de que todos nosotros -el personal del Museo, los periodistas y la policía-hemos contribuido a crear este clima de horror. Con todo, no me parece correcto que un asunto de importancia científica e histórica tan abrumadora permanezca enteramente en silencio: de ahí la relación que he redactado para beneficio de los investigadores serios. La colocaré entre los diversos documentos que se deberán examinar después de mi muerte, dejando se le dé el destino que mis albaceas consideren conveniente. Ciertas amenazas y hechos extraordinarios, acontecidos durante las pasadas semanas, me han llevado a pensar que mi vida -así como la de otros miembros del Museo-está en peligro por insidias de ciertas sociedades secretas de orden místico, de procedencia asiática y polinesia en particular. De ahí la posibilidad de que mis albaceas tengan que intervenir pronto. (Nota de los albaceas: El Doctor Johnson murió de modo repentino en una crisis cardíaca, pero bajo circunstancias un tanto misteriosas, el 22 de abril de 1933. Wentworth Moore, taxidermista del museo, desapareció a mediados del mes anterior. El 18 de febrero del mismo año, el Doctor William Minot, que dirigió la autopsia relacionada con el caso, fue apuñalado por la espalda, falleciendo al día siguiente.) Creo que los hechos debieron comenzar allá por el año 1879, mucho antes de dimitir yo de mi cargo, a raíz del momento en que el museo adquirió aquella misteriosa momia a la Orient Shipping Company. Su descubrimiento constituyó, en sí, un suceso ominoso, ya que provenía de una cripta de origen desconocido y de fabulosa antigüedad, hallada en un islote que emergió repentinamente del fondo del Pacífico.
El 11 de mayo de 1878, el capitán Charles Weatherbee del carguero Eridanus, que había Zarpado de Wellington, Nueva Zelanda, con rumbo a Valparaíso, Chile, avistó una isla de evidente origen volcánico, no consignada en las cartas de navegación. Emergía de la mar en forma de cono truncado. El capitán Weatherbee bajó a tierra al mando de una expedición. Las abruptas laderas por las que ascendieron mostraban claras huellas de una prolongada inmersión, en tanto que en la cima descubrieron señales recientes de destrucción, tal vez producidas por un temblor de tierra. Entre las rocas dispersas había sólidas piedras de forma manifiestamente artificial. Tras una breve inspección se dieron cuenta de que se hallaban ante una de esas obras de sillería que se encuentran en ciertas islas del Pacífico y que constituyen un perpetuo enigma arqueológico. Finalmente, los marineros entraron en una sólida cripta de piedra -que al parecer había formado parte de un edificio mucho más grande, construido originalmente bajo tierra-, y allí, acurrucada en un rincón, hallaron la momia espantosa. Después de unos instantes de perplejidad, ante la visión de los relieves que adornaban los muros, los hombres se decidieron a llevarse la momia al barco, no sin gran repugnancia y miedo de tocarla. Junto al cuerpo, como si hubiera estado una vez entre sus ropajes, había un cilindro de metal desconocido que contenía un rollo de membrana blanquiazul, de naturaleza igualmente desconocida, escrita con raros caracteres de color grisáceo. En el centro del gran piso de piedra había algo así como una losa movible, pero la expedición carecía de los medios adecuados para abrirla. El Cabot Museum, recientemente establecido en aquel entonces, tuvo noticia del descubrimiento e inmediatamente hizo las gestiones para adquirir la momia y el cilindro. Pickman, miembro también del museo, realizó un viaje a Valparaíso y equipó una goleta para hacer un reconocimiento de la cripta donde habían descubierto el ejemplar. Pero se llevó un chasco. En la marcación registrada de la isla no se veía más que la ininterrumpida superficie de la mar. Los exploradores dedujeron que las mismas fuerzas sísmicas que la habían hecho aparecer repentinamente, la sumergieron de nuevo en las profundidades del agua, donde ya había permanecido cobijada durante incontables miles de años. El secreto de aquella trampa inamovible no se resolvería jamás. No obstante, quedaban la momia y el cilindro. Y a primeros de noviembre de 1879 colocamos aquélla en la sala de las momias para su exhibición. El Cabot Museum de Arqueología, especializado en restos de civilizaciones antiguas y desconocidas que no caen dentro del dominio del arte, es una institución pequeña y de escaso renombre, aunque muy bien considerada en los círculos científicos. Se encuentra en el distrito de Beacon Hill, verdadero corazón de Boston -en Mt. Vernon Street, cerca de Joy-, alojado en una antigua mansión particular, a la que se había agregado un ala en la parte trasera, y que constituía el orgullo de su austero vecindario, hasta que los terribles acontecimientos le acarrearon recientemente una popularidad nada deseable. La sala de las momias, que ocupa el lado oeste de la segunda planta del edificio primitivo (proyectado por Bullfinch y erigido en 1819), está considerada por historiadores y antrop6logos como la mejor de América en su género. En ella pueden encontrarse muestras características de las técnicas egipcias de momificación, desde los primitivos ejemplares de Sakkarah hasta los últimos intentos coptos de la decimoctava dinastía; también hay momias de otras culturas, incluso ejemplares hallados recientemente en las islas Aleutinas, figuras agonizantes pompeyanas, sacadas en escayola de los trágicos vaciados que se encontraron entre las cenizas que inundaron la ciudad, cuerpos momificados por causas naturales, hallados en minas y otras excavaciones, procedentes de todas partes, algunos sorprendidos en posturas grotescas, ocasionadas por la angustia de la muerte... En una palabra, hay de todo lo que cabe esperar de una colección de este género. En 1879, naturalmente, la colección era mucho más amplia que hoy. No obstante, aun entonces era ya considerable. Pero aquel cuerpo horrible hallado en la cripta ciclópea de una isla efímera fue siempre la principal atracción y estuvo rodeado del misterio más impenetrable. La momia correspondía a un hombre de estatura mediana, de raza desconocida, colocado en cuclillas, aunque de una forma bastante extraña. El rostro, protegido a medias por unas manos casi en forma de garras, tenía la mandíbula inferior extraordinariamente pronunciada, en tanto que las arrugadas facciones mostraban una expresión de pavor tan espantosa, que pocos espectadores podían contemplarla con indiferencia. Sus ojos estaban cerrados, con los párpados apretados fuertemente sobre unos ojos abultados y saltones. Conservaba algunos mechones de cabello y de barba, del mismo color ceniciento que el resto. La contextura del cuerpo aquel era mitad piel y mitad piedra, lo que planteaba un problema insoluble a los expertos que trataban de averiguar cómo había sido embalsamado. En ciertos sitios se veían pequeñas roturas, agujeros producidos por el tiempo y el deterioro. Aún conservaba pegados a la piel algunos jirones de un tejido peculiar, con rastros de dibujos desconocidos. Sería muy difícil decir por que exactamente resultaba tan horrible. En primer lugar, se sentía ante ella una impresión vaga e indefinible de ilimitada antigüedad, de algo absolutamente ajeno a nosotros, como si se asomara uno al borde de un abismo de insondable tiniebla... Pero, fundamentalmente, era la expresión de pánico cerval que se leía en aquel rostro arrugado, prognático, medio escudado por las manos. Semejante símbolo de terror infinito, cósmico diría yo, no podía menos de comunicar ese sentimiento al espectador, entre brumas de misterio y vana conjetura. Algunos de los que solían frecuentar el Cabot Museum para visitar esta reliquia de un mundo anterior y olvidado, no tardaron en adquirir fama de impíos. Pero la institución en sí, gracias a su reserva y discreción, no se vio envuelta en el sensacionalismo popular. En el pasado siglo esta clase de prensa no había invadido el campo del saber hasta el extremo que ha llegado hoy. Como es natural los sabios procuraron hacer todo lo posible por clasificar aquel objeto espantoso, aunque sin éxito alguno. Las teorías de una civilización desaparecida en el Pacífico, de la que quizá fuesen vestigios probables las esculturas de la isla de Pascua y las construcciones megalíticas de Ponapé y Nan-Matal, era bastante común entre los eruditos. Las revistas especializadas suscitaban variadas y frecuentes polémicas en torno a un posible continente primordial cuyas cimas más elevadas sobrevivían en las miríadas de islas de Melanesia y Polinesia. La diversidad de fechas que se asignaron a la hipotética y desaparecida cultura -o continente-era a la vez sobrecogedora y divertida. No obstante, se hallaron alusiones tan sorprendentes como importantes en determinados mitos de Tahití y otras islas vecinas. Entretanto, el extraño cilindro y el indescifrable rollo de desconocidos jeroglíficos, cuidadosamente guardados en la biblioteca del museo, recibía también su parte de atención pública. Nadie ponía en duda su relación con la momia; todo el mundo estaba convencido de que, al desentrañar el misterio de los jeroglíficos, el enigma de aquel horror arrugado y encogido se resolvería también. El cilindro, de unos diez centímetros de diámetro, era de un metal iridiscente que desafiaba cualquier análisis químico, ya que por lo visto era resistente a todo reactivo. Tenía una tapa del mismo metal que encajaba muy ajustadamente, e iba adornado con figuras de indudable valor decorativo y de naturaleza posiblemente simbólica. Se trataba de unos dibujos convencionales que parecían obedecer a un sistema de geometría singularmente extraño, paradójico y de difícil descripción. No menos misterioso era el rollo que contenía. Se trataba de un pergamino delgado, blancoazulado, imposible de analizar, enrollado alrededor de una fina varilla del mismo metal que el cilindro. Desenrollado dicho pergamino tendría una longitud de algo más de medio metro, y estaba cubierto de grandes y firmes jeroglíficos que se extendían en estrecha columna por el centro del rollo. Estaban dibujados o pintados con una sustancia gris desconocida para los paleógrafos, y no pudieron ser descifrados pese a haber sido enviadas fotocopias a todos los expertos en esta materia. Es cierto que unos cuantos eruditos, sorprendentemente versados en literatura ocultista y mágica, encontraron vagas semejanzas entre algunos de los jeroglíficos y ciertos símbolos primarios descritos o citados en dos o tres textos esotéricos muy antiguos, como el Libro de Eibon, procedente según se cree de la olvidada Hyperborea, los Fragmentos Pnakóticos, conceptuados como prehumanos y el monstruoso y prohibido Necronomicon, obra del loco Abdul Alhazred.
Sin embargo, ninguna de estas semejanzas estaba totalmente clara, y a causa de la mala reputación que gozan las ciencias ocultas, no se hizo ningún esfuerzo por facilitar copias de los jeroglíficos a los iniciados en tales literaturas místicas. De habérseles proporcionado estas copias al principio, tal vez hubiera sido muy diferente el desarrollo posterior de los acontecimientos. La verdad es que habría bastado con que un lector familiarizado con los Cultos sin Nombre de von Junzt hubiera echado una mirada a los jeroglíficos para advertir una relación de significado inequívoco. En este periodo, empero, los lectores de este texto blasfemo eran muy escasos, toda vez que los ejemplares de la obra habían desaparecido casi por completo durante el periodo comprendido entre la prohibición de su edición original (Dusseldorf, 1839) y de la traducción de Bridewell (1845), y la nueva impresión censurada que llevó a cabo la Golden Goblin Press en 1909. Prácticamente ningún ocultista, ningún estudioso de las ciencias esotéricas del pasado primordial, había orientado su atención hacia el extraño rollo, hasta el estallido de sensacionalismo periodístico que precipitó el horrible desenlace.

II

Así, pues, el tiempo transcurrió en forma relativamente apacible durante los cincuenta años siguientes a la instalación de la espantosa momia en el museo. Aquella criatura horrible adquirió cierta celebridad local entre la gente cultivada de Boston, pero nada más. Por lo que se refiere al cilindro y al rollo, después de infructuosos estudios, el asunto cayó materialmente en el olvido. Tan sosegado y conservador era el Cabot Museum que a ningún periodista ni escritor se le ocurrió nunca invadir sus pacíficos recintos en busca de asuntos que asombrasen al público. La invasión periodística comenzó en la primavera de 1931, cuando una compra de naturaleza un tanto espectacular -la de ciertos objetos extraños y unos cuerpos inexplicablemente bien conservados, que fueron descubiertos en unas criptas bajo las ruinas infames del Château de Faussesflammes, en Averoigne, Francia-puso al museo en las primeras columnas de la prensa. Fiel a su norma de «embarullar» las cosas, el Boston Pillar envió a un articulista de la edición dominical con la misión de ocuparse del acontecimiento y de hinchar la información que proporcionase el propio museo. Y este joven, llamado Stuart Reynolds, encontró en la momia innominada un poderoso aliciente, que sobrepasaba con mucho a las recientes adquisiciones que eran el principal motivo de su visita. Reynolds poseía un conocimiento superficial de la teosofía y era aficionado a especulaciones del tipo de las del coronel Churchward y Lewis Spence sobre continentes perdidos y civilizaciones olvidadas, lo que le hacía particularmente sensible a cualquier reliquia remotísima, como la susodicha momia de desconocido origen. En el museo, el periodista se hizo insoportable con sus constantes y no siempre inteligentes preguntas, y con sus interminables ruegos para que se corriesen los objetos expuestos con el fin de permitir a los fotógrafos que trabajasen desde ángulos poco corrientes. En la sala de la biblioteca escudriñó incansablemente el extraño cilindro de metal y el rollo de pergamino; los fotografió de todas las maneras y tomó las placas de cada fragmento de aquel texto fantástico. Asimismo, solicitó consultar todos los libros que hiciesen cualquier referencia a culturas primitivas y continentes sumergidos... Se estuvo más de tres horas tomando notas hasta que, por último, cerró su cuaderno y salió directamente para Cambridge con el fin de echar una mirada (caso de conseguir el permiso correspondiente) al prohibido Necronomicon, de la Biblioteca Widener. El cinco de abril apareció su artículo en la edición dominical del Pillar, literalmente ahogado entre fotografías de la momia, del cilindro y de los jeroglíficos del rollo; el texto estaba redactado en ese estilo característico, simple y pueril, que adopta el Pillar para beneficio de su enorme y mentalmente inmadura clientela. Plagado de inexactitudes, de exageraciones y de sensacionalismo, resultó ser exactamente la clase de noticia que excita a los insensatos y atrae la atención de las multitudes. La consecuencia fue que el museo, de sosegada vida hasta entonces, comenzó a llenarse de una muchedumbre parlanchina y fisgona que nunca habían conocido sus majestuosos corredores.
A pesar de la puerilidad del artículo, tuvimos también visitantes de alto nivel intelectual, ya que las fotos hablaban por sí mismas, y vinieron personas de vasta cultura que sin duda habían leído la noticia por pura casualidad. Recuerdo a este propósito que, en el mes de noviembre, se presentó por allí un personaje extrañísimo. Era un hombre moreno y con turbante, de rostro inexpresivo, barba poblada y manos toscas enfundadas en unos absurdos mitones blancos. Su voz sonaba hueca y artificial. Dio su lacónica dirección en West End y dijo llamarse Swami Chandraputra. Este individuo estaba asombrosamente versado en ciencias ocultas y parecía hondamente impresionado por las semejanzas que aseguraba haber descubierto entre los jeroglíficos del rollo y ciertos signos y símbolos de un mundo anterior, acerca del cual poseía él un extenso conocimiento. Por el mes de junio, la fama de la momia y del rollo se extendió mucho más allá de Boston, y el personal del museo tuvo que soportar interrogatorios y solicitudes de permiso para tomar fotografías, por parte de un enjambre de ocultistas y amantes del misterio venidos del mundo entero. Todo esto no resultaba precisamente agradable a nuestro personal, ya que nos teníamos por una institución científica, sin simpatía alguna por soñadores ni fantasiosos. No obstante, contestábamos a todas las preguntas con la mayor cortesía. Una consecuencia de estas entrevistas fue otro artículo que apareció en The Occult Review, esta vez firmado por el famoso místico de Nueva Orleans, Etienne-Laurent de Marigny, en el cual afirmaba la completa identidad existente entre algunos de los jeroglíficos del rollo y ciertos ideogramas de horrible significado (copiados de monolitos primordiales o de rituales secretos de sociedades de fanáticos e iniciados esotéricos), que figuraban en el infernal Libro Negro o Cultos sin Nombre de von Junzt. De Marigny recordaba la muerte espantosa de von Junzt, ocurrida en 1840, un año después de la publicación de su terrible libro en Dusseldorf, y comentaba las terroríficas y en cierto modo sospechosas fuentes de su saber. Sobre todo subrayaba el enorme interés que tenían, para el caso, ciertos relatos de von Junzt relativos a los tremendos ideogramas que él reproducía en su libro. No podía negarse que estos relatos, en los que se citaban expresamente un cilindro y un rollo, sugerían cuando menos cierta afinidad con los objetos del museo. Aun así, eran de una extravagancia tal -puesto que suponían periodos enormes de tiempo y fantásticas anomalías de un mundo anterior-, que se sentía uno mucho más inclinado a admirarlos que a creerlos. Admirarlos, ciertamente, el público los admiraba, puesto que el espíritu de imitación, en la prensa, es universal. En todas partes surgieron artículos ilustrados en los que se hablaba de los relatos del Libro Negro, se los relacionaba con el horror de la momia, se comparaban los dibujos del cilindro y los jeroglíficos del rollo con las figuras reproducidas por von Junzt, y en todos ellos se aventuraban las teorías más disparatadas y chocantes. La concurrencia del museo se triplicó, y este creciente interés lo veíamos confirmado a diario por la abundante correspondencia -superflua, insustancial en la mayoría de los casos-que sobre este tema se recibía en el museo. Evidentemente la momia y su origen -para el público imaginativo-constituyeron el tema más apasionante de los años 1931 y 1932. Por lo que respecta a mí mismo el efecto principal de este furor fue el de hacerme leer el monstruoso libro de von Junzt en la edición de Golden Goblin... Su lectura atenta me dejó confuso y asqueado, y aun me sentí dichoso de no haber manejado el texto íntegro, en su edición original. 
III

Las antiquísimas historias que se relataban en el Libro Negro sobre los dibujos y símbolos, que tan íntimamente parecían relacionarse con los del cilindro y el rollo, eran de tal naturaleza que le mantenían a uno subyugado y sobrecogido. Salvando un abismo incalculable de tiempo -muchísimo antes de la aparición de todas las civilizaciones, razas y continentes conocidos por nosotros-, aquellas historias giraban en torno a una nación y un continente perdidos en la nebulosa Era primordial. Aquel país era conocido legendariamente con el nombre de Mu, y según ciertas tablillas escritas en la primigenia lengua naacal, floreció hacia 200.000 años, cuando la desaparecida Hyperborea rendía un culto sin nombre al dios amorfo Tsathoggua.
Se hacía referencia a un reino o provincia, llamado K'naa, situado en una tierra muy antigua, cuyos primeros pobladores humanos hallaron ruinas monstruosas, abandonadas por sus remotos moradores: seres extraños venidos de las estrellas en oscuras oleadas, que vivieron durante miles y miles de siglos en un mundo ignorado y naciente. K'naa era un lugar sagrado, puesto que en su centro de frío basalto se elevaba orgulloso el Monte de Yaddith-Gho coronado por una fortaleza gigantesca de piedras enormes, infinitamente más vieja que el género humano, y edificada por razas de Yuggoth que habían venido a colonizar nuestro planeta antes del primer brote de vida terrestre. La raza de Yuggoth se había extinguido varias evos antes, pero había dejado tras ella algo monstruoso y terrible que no desaparecería jamás: su dios infernal o demonio protector, Ghatanothoa, que había descendido a las criptas subterráneas del Yaddith-Gho para iniciar allí una vida latente y eterna. Ningún ser humano había subido jamás por las laderas del Yaddith-Gho, ni había visto aquella fortaleza infame sino como una silueta lejana y exótica que se recortaba contra el cielo. Sin embargo, muchos autores estaban de acuerdo en afirmar que Ghatanothoa estaba allí todavía, oculto, enclaustrado en los insospechados abismos que se hundían bajo los muros megalíticos. En todo tiempo, hubo siempre partidarios de hacer sacrificios a Ghatanothoa, a fin de que no abandonase sus tenebrosas moradas y emergiera en el mundo de los hombres, como había sucedido en los remotísimos tiempos de la raza Yuggoth. Se decía que si no se le ofrecía ninguna víctima, Ghatanothoa se arrastraría hacia la luz como una exudación de las tinieblas, y se derramaría por las laderas de basalto del Yaddith-Gho, arrasando y destruyendo todo aquello que encontrara a su paso. Ningún ser vivo podía contemplar a Ghatanothoa, ni siquiera una imagen suya por pequeña que fuese, sin sufrir algo peor que la muerte. La visión del dios o de su imagen, como aseguraban las leyendas de Yuggoth, significaba una parálisis y petrificación de lo más sorprendente y extraño: la víctima se convertía en piedra y cuero por fuera, en tanto que, en su interior, el cerebro permanecía perpetuamente vivo... fijo y preso a través de los siglos, enloquecedoramente consciente del paso interminable de los años, en una irremediable pasividad, hasta que el azar o el tiempo consumasen la destrucción de la corteza pétrea que lo aprisionaba, exponiéndose a la muerte. La mayoría de esos cerebros, naturalmente, enloquecían muchísimo antes de que les llegara su último descanso, diferido a tantos evos después. Ningún ojo humano, se decía, había visto jamás a Ghatanothoa, aunque el peligro, en la actualidad, era tan grande como lo había sido en tiempos de la raza de Yuggoth. Y así, había un culto en K'naaen el que se adoraba a Ghatanothoa, y cada año se sacrificaban doce guerreros y doce doncellas. Estas víctimas eran ofrecidas en los altares del templo de mármol, al pie de la montaña, ya que nadie se atrevía a subir la ladera de basalto del Yaddith-Gho y acercarse a la fortaleza ciclópea de su cresta. Inmenso era el poder de los sacerdotes de Ghatanothoa, porque de ellos dependía la protección de K'naay de toda la tierra de Mu, contra la aparición petrificadora de la terrible divinidad. Había en el territorio un centenar de sacerdotes del Dios Oscuro, que se hallaban bajo las órdenes de Imash-Mo, el Sumo Sacerdote, que incluso caminaba delante del Rey Thabou en las fiestas de Nath, y permanecía orgullosamente de pie, mientras el rey se arrodillaba ante el santuario. Cada sacerdote poseía una casa de mármol, un cofre de oro, doscientos esclavos y cien concubinas, a lo que se sumaba una completa inmunidad respecto a la ley civil y un poder absoluto sobre la vida y la muerte de todos los habitantes de K'naa,excepto los sacerdotes del rey. No obstante, a pesar de tales protectores, existía en esta tierra el temor de que Ghatanothoa surgiera de las profundidades y descendiese de la montaña para traer el horror y la petrificación del género humano. En los últimos años, los sacerdotes prohibieron a los hombres aun pensar o imaginar el espantoso aspecto que el dios pudiera tener. Fue el Año de la Luna Roja (von Junzt lo estima entre el siglo 173 y 148 a. de J), cuando un ser humano se atrevió por vez primera a desafiar a Ghatanothoa y la tremenda amenaza que representaba. Este hereje temerario fue T'yog,Sumo Sacerdote de Shub-Niggurath y guardián del templo de cobre de la Cabra de los Mil Hijos. T'yoghabía meditado mucho sobre los poderes de los diferentes dioses, y había tenido extraños sueños y revelaciones sobre la vida de este mundo y de los mundos anteriores. Al final, convencido de que los dioses favorables al hombre podrían ser llamados a aliarse contra los dioses hostiles, creyó que Shub-Niggurath, Nug y Yeb, así como Yig, el Dios-Serpiente, estarían dispuestos a formar una coalición con el hombre y luchar contra la tiranía de Ghatanothoa. Inspirado por la Diosa Madre, T'yogescribió una fórmula extraña en los caracteres hieráticos de la lengua naacal, con la que creía inmunizar al que la poseyera contra el poder petrificador del Dios Oscuro. Con esta protección -pensó-le sería posible a un hombre intrépido emprender la ascensión de la temible pendiente de basalto y penetrar, por primera vez en los anales de la historia, en la ciclópea fortaleza bajo la cual Ghatanothoa vivía en la muerte. Enfrentándose con el dios, y bajo la protección de Shub-Niggurath y de sus hijos, T'yogcreía que podría vencerlo, salvando así al género humano de su latente amenaza. Una vez liberada la humanidad gracias a él, podría exigir honores sin límite. Todos los privilegios de los sacerdotes de Ghatanothoa le serían transferidos forzosamente a él, y aun la dignidad de rey o la del dios estarían al alcance de su mano. T'yogescribió su fórmula protectora sobre una tira de membrana de pthagon (según von Junzt, epitelio interno del extinguido saurio Yakith), y la guardó en un cilindro hueco de metal lagh, desconocido hoy en toda la tierra, que habían traído los Dioses Arquetípicos desde Yuggoth. Este talismán, oculto entre sus vestiduras, sería una garantía contra Ghatanothoa. Pero, además, tendría la virtud de devolverles la vida a las víctimas petrificadas del Dios Oscuro, caso de que ese ser monstruoso surgiese y comenzase su obra devastadora. De este modo, se propuso subir a la montaña, irrumpir en la ciudadela y desafiarle en su propia madriguera. Era imposible saber lo que pasaría después, pero la esperanza de ser el salvador de la humanidad daba una fuerza irrefrenable a su voluntad. Pero T'yogno había contado con la envidia y el interés de los sacerdotes de Ghatanothoa. No bien acabaron de oír el plan que se proponía, y viendo amenazados el prestigio y los
privilegios de que gozaban si era destronado el Dios-Demonio, elevaron clamorosas protestas contra lo que calificaron de sacrilegio, y gritaron que ningún hombre podía vencer a Ghatanothoa, y que cualquier intento de ir en busca suya serviría únicamente para despertar su ira contra toda la humanidad, cosa que ninguna fórmula ni rito podría impedir. Con aquellas voces esperaban predisponer a las turbas contra T'yog.Sin embargo, era tal el anhelo del pueblo por liberarse de Ghatanothoa, y tal su confianza en la habilidad y celo de T'yog,que todas las protestas fueron inútiles. Incluso el rey, que generalmente era un títere de los sacerdotes, se negó a prohibir la atrevida aventura. Fue entonces cuando los sacerdotes de Ghatanothoa hicieron en secreto lo que no habrían podido hacer abiertamente. Una noche, Imash-Mo, el sumo sacerdote, se introdujo clandestinamente en la cámara de T'yogy le sustrajo el cilindro de metal mientras dormía. Sacó en silencio el texto poderoso y colocó en su lugar otro muy parecido, pero totalmente ineficaz contra dioses ni demonios. Una vez restituido el cilindro, Imash-Mo se sintió satisfecho. No era probable que T'yog revisara el manuscrito. Al creerse protegido por el verdadero rollo, el hereje marcharía hacia la montaña prohibida, hasta la Presencia Maligna... Y Ghatanothoa, sin freno de magia alguna, haría lo demás. Ya no era necesario predicar contra esa aventura. Que siguiese T'yogsu camino, que él encontraría su perdición. En secreto, los sacerdotes guardarían siempre el rollo robado -el auténtico, el verdadero talismán-el cual pasaría de un sumo sacerdote a otro, pero si en el futuro se hiciera necesario alguna vez contravenir la voluntad del Dios-Demonio. Y así, Imash-Mo durmió el resto de la noche en una gran paz, con la fórmula auténtica bajo su poder. Al amanecer del Día de las Llamas-Celestes (denominación convencional de von Junzt), T'yog,entre oraciones y cánticos del pueblo, y con la bendición del rey Thabou sobre su frente, comenzó la ascensión de la terrible montaña. Llevaba un bastón de vara de tlath en la mano derecha, y el estuche sepultado entre sus ropajes... No había descubierto la impostura. Ni tampoco descubrió la ironía que ocultaban las oraciones de Imash-Mo y los demás sacerdotes de Ghatanothoa, salmodiadas en pro de su protección y éxito. Aquella mañana el pueblo contempló la diminuta silueta de T'yog,que se esforzaba en ascender por la lejana ladera de basalto. Y aún siguieron mirando después de haberle visto desaparecer tras un reborde peligroso de las rocas. Por la noche, los más imaginativos creyeron percibir un débil temblor convulsivo en la cumbre, aunque nadie quiso tomar en serio esta afirmación. Al día siguiente las muchedumbres no hicieron sino rezar y vigilar la montaña, preguntándose cuánto tardaría T'yogen regresar. Y lo mismo hicieron al otro día, y al otro. Durante varias semanas mantuvieron la esperanza y aguardaron. Después comenzaron a llorarle. Nadie volvió a ver a T'yog,el único que pudo haber salvado a la humanidad de sus terrores. Después de eso, los hombres se estremecían al recordar la presunción de T'yog,y procuraban no pensar en el castigo que había encontrado su impiedad. Y los sacerdotes de Ghatanothoa sonreían ante los que se sentían contrariados por la voluntad del dios o discutían su derecho a los sacrificios. Años más tarde, la astuta jugada de Imash-Mo llegó a conocimiento del pueblo, pero la noticia no hizo cambiar la general convicción de que a Ghatanothoa era mejor dejarle en paz. Nunca más se atrevieron a desafiarle. Y así transcurrieron los siglos: un rey sucedió a otro rey, y un sumo sacerdote sucedió a otro; y surgieron naciones poderosas que se desmoronaron después, y emergieron de las aguas continentes que luego volvieron a sumergirse. Y con el transcurso de milenios sobrevino la decadencia de K'naa. Hasta que un día se desencadenó una tormenta terrible, los cielos se rasgaron, crecieron las olas, montañosas y enormes, y toda la tierra de Mu se sumergió para siempre. No obstante, miles de años después, comenzaron a surgir algunos focos de secretas creencias inmemoriales. En lejanas tierras se reunieron los supervivientes de rostro gris que habían logrado escapar a la ira de los espíritus acuáticos, y extraños cielos acogieron el humo de los altares levantados en honor de dioses y demonios desaparecidos. Aunque nadie sabía en qué abismo se sumergiera la fortaleza sagrada, aún había quienes ofrecían abominables sacrificios para evitar que el dios emergiera del océano, entre burbujas, y derramara su ser en la tierra, propagando el horror y la petrificación. Alrededor de los dispersos sacerdotes, fue desarrollándose el germen de un culto oscuro y secreto -secreto porque las gentes de las nuevas tierras tenían otros dioses y demonios, y sólo veían perversidad en los anteriores-, y dentro de ese culto se ejecutaban acciones espantosas, y se guardaban objetos extraños. Se decía que determinada línea secreta de sacerdotes conservaba aún el verdadero talismán contra Ghatanothoa, el que Imash-Mo había robado a T'yog mientras dormía, aunque no quedaba nadie que pudiera leer o entender las palabras secretas. Asimismo nadie sabía en qué parte del mundo estuvo situada la perdida tierra de K'naa, cuyo centro fue el terrible pico de Yaddith-Gho, coronado por la fortaleza titánica del Dios-Demonio. Aunque había florecido principalmente en el Pacífico, en alguna región de la tierra de Mu, se decía que ese culto secreto y horrendo de Ghatanothoa había existido igualmente en la Atlántida y en la detestable meseta de Leng. Von Junzt afirmaba que se había practicado, además, en el fabuloso reino subterráneo de K'nyan,y que había penetrado en Egipto, Caldea, Persia, China, en los olvidados imperios semitas de Africa, y en Méjico y Perú, en el Nuevo Mundo. Aportaba una serie de pruebas sobre la íntima relación existente entre dicho culto y el movimiento de brujería que se dio en Europa, contra el cual los papas habían lanzado inútilmente sus anatemas. Con todo, el Occidente nunca fue propicio para su desarrollo. La indignación pública -que se encrespaba ante sus ritos espantosos y sus incalificables sacrificios-había ido podando muchas de sus ramificaciones. Finalmente. se convirtió en un culto clandestino, y nunca pudieron extirparlo por completo. Sobrevivió siempre de una manera o de otra. principalmente en el Lejano Oriente y en las islas del Pacífico, donde sus principios se fundían con la ciencia oculta de los Areoi polinesios. Von Junzt daba a entender de manera inquietante que había mantenido contacto real con ese culto, de suerte que, al leerlo, me estremecí pensando en lo que se decía de su muerte. Hablaba de la propagación de ciertas ideas relacionadas con la aparición del Dios-Demonio -al que ningún hombre (excepto el malogrado T'yog,que no volvió jamás de su aventura) ha visto-. y ponía de relieve la diferencia entre esa afición a especular y el tabú que vedaba en el antiguo Mu todo intento de imaginar siquiera aquel horror. Aquellos relatos de fascinación y pavor estaban preñados de una curiosidad morbosa por conocer la índole del ser con que T'yogfue a enfrentarse en el edificio prehumano que coronaba la temida montaña, ahora sumergida bajo las aguas. Después, todo había. terminado (¿realmente?). Las insidiosas alusiones del erudito alemán me llenaban de un extraño desasosiego. Las hipótesis que el mismo von Junzt formulaba sobre el paradero del rollo robado, del auténtico, y sobre el empleo que finalmente le habían dado, me producían casi la misma ansiedad. Pese a mi convicción de que todo aquel asunto era puramente imaginario, no podía evitar un estremecimiento al pensar si un día llegara a aparecer el dios monstruoso, y al imaginar el cuadro de una humanidad transformada repentinamente en una raza de estatuas deformes, cada una con su cerebro vivo, condenada a la conciencia inerte e irremediable por un número incalculable de milenios. El viejo sabio de Dusseldorf tenía una ponzoñosa manera de sugerir más de lo que afirmaba expresamente, cosa que me hizo comprender por qué habían perseguido su libro en tantos países, tachándolo de blasfemo, peligroso e impuro. Ciertamente el texto aquel me producía malestar, aunque al mismo tiempo ejercía sobre mí una diabólica fascinación, de suerte que no pude dejarlo hasta haberlo terminado. Las reproducciones de dibujos y de ideogramas de Mu eran maravillosamente parecidas a los trazos del extraño cilindro y a los caracteres del rollo, y todo el libro estaba lleno de detalles que sugerían vagas, alarmantes sospechas de afinidad con muchas cuestiones relativas a la momia: el cilindro y el rollo... su hallazgo en el Pacífico... el testimonio insoslayable del viejo capitán Weatherbee, según el cual, la cripta ciclópea donde fue descubierta la momia había estado enclavada en los cimientos de un inmenso edificio... En cierto modo, me alegraba de que hubiera desaparecido aquella isla volcánica antes de que alguien consiguiera abrir la enorme trampa de su cripta.

IV


 La lectura del Libro Negro vino a ser una preparación fatalmente idónea para lo que comenzó a sucederme después, en la primavera de 1932. No recuerdo cuándo empezaron a llamarme la atención las noticias cada vez más frecuentes sobre la intervención de la policía en la represión de ciertos cultos orientales. Lo cierto es que, por mayo o junio, me di cuenta de que en todo el mundo se registraba un desusado recrudecimiento de las actividades de determinadas asociaciones místicas de carácter clandestino y hermético, que habitualmente llevaban un vida tranquila. Probablemente jamás habría llegado yo a relacionar esas noticias con el texto de von Junzt, o con el frenético entusiasmo del público por la momia y el cilindro del museo, de no ser por ciertas expresiones y analogías -la prensa se encargaba de subrayarlas continuamente-con los ritos y las declaraciones de sus dirigentes. Por decirlo así, no pude menos de advertir con inquietud la frecuencia con. que se repetía un nombre -en distintas formas de corrupción-que parecía constituir el núcleo central del mito y que era invariablemente pronunciado con una mezcla de respeto y terror. Algunas fórmulas textuales lo citaban como G'tanta, Tanotah, Than-Tha, Gatan y Ktan-Tan... Las sugerencias de los numerosos aficionados al ocultismo que me escribían eran innecesarias para hacerme ver en estas variantes un tremendo parentesco con el monstruoso nombre consignado por von Junzt: Ghatanothoa. Había otros aspectos inquietantes, además. Una y otra vez los diarios hacían vagas alusiones a un «rollo auténtico», en torno al cual parecían girar tremendas consecuencias. Se decía que estaba custodiado por un tal «Nagob». Asimismo había una insistente repetición de un nombre que sonaba algo así como Tog, Tiok, Yog, Zob o Yob, que yo, cada vez más excitado, relacionaba involuntariamente con el nombre del desdichado hereje T'yog,como se le llamaba en el Libro Negro. Este nombre solía asociarse a frases enigmáticas tales como «No puede ser más que él», «Contempló su rostro», «lo sabe todo, y no puede ver ni tocar». «Ha prolongado la memoria a través de los evos», «El verdadero pergamino lo liberará», «El puede decir dónde se encuentra».
Algo muy raro había, indudablemente, en el ambiente, y no me extrañó que los ocultistas que me escribían y los periódicos sensacionalistas de los domingos comenzaran a relacionar las nuevas y sorprendentes revueltas religiosas con las leyendas de Mu, por una parte, y con la reciente explotación periodística de la momia, por otra. Los extensos artículos de los primeros momentos, sus insistentes comentarios sobre la momia, el cilindro y el rollo, su relación con el Libro Negro y sus fantásticas especulaciones sobre el asunto entero, muy bien podían haber despertado el fanatismo latente de aquellos centenares de grupos clandestinos, que tanto abundan en nuestro complejo mundo. La prensa, por su parte, no cesaba de echar leña al fuego.. Los relatos sobre las revueltas eran aún más atroces que las historias que yo había leído sobre el asunto. Al acercarse el verano los vigilantes del museo observaron un curioso cambio en el público que -después de la calma que sucedió al primer impacto publicitario-comenzaba de nuevo a frecuentar el museo, en una segunda oleada de entusiasmo. Cada vez había más personas de aspecto exótico -asiáticos de piel morena, tipos indescriptibles de pelo largo, individuos de barba negra que parecían no estar acostumbrados a vestir a la europea-que preguntaban invariablemente por la sala de las momias y que, a continuación, eran vistos contemplando el ejemplar del Pacífico con verdadero arrobamiento. Había algo siniestro y latente en esa riada de estrafalarios extranjeros, que tenía a los guardianes impresionados. Yo mismo estaba muy lejos de sentirme tranquilo. No paraba de pensar que las revueltas religiosas se debían precisamente a tipos como aquellos... y que quizá había una relación entre dichas agitaciones y aquellas historias referentes a la momia y el manuscrito. A veces casi me sentía tentado a retirar la momia de la sala, sobre todo cuando me dijo un vigilante que, a una hora en que los grupos de visitantes eran menos numerosos, había visto a varios extranjeros haciendo extrañas reverencias ante ella y susurrando una salmodia que parecía algo así como un canto ritual. Uno de los guardianes empezó a imaginar cosas raras sobre aquel horror petrificado y solitario en su vitrina. Afirmaba que venía observando, de día en día, ciertos cambios sutiles, casi imperceptibles, en la frenética flexión de las manos agarrotadas y en la expresión aterrada del rostro correoso. No podía apartar de sí la idea espeluznante de que aquellos ojos abultados se iban a abrir de repente. A primeros de septiembre disminuyó la masa de gentes extrañas, y la sala de momias se llegó a encontrar vacía algunas veces. Hubo entonces un intento de apoderarse de la momia cortando el cristal de su vitrina. El delincuente, un atezado polinesio, fue sorprendido a tiempo por un guardián, y detenido antes de que pudiera causar ningún desperfecto. Realizadas las investigaciones pertinentes, el individuo resultó ser un hawaiano, conocido por su participación en determinados cultos secretos, y del cual poseía la policía abundantes antecedentes relacionados con ritos y sacrificios inhumanos. Algunos de los papeles encontrados en su habitación eran de lo más desconcertante, en particular un montón de cuartillas con jeroglíficos asombrosamente parecidos a los del rollo del museo y a las reproducciones del Libro Negro de von Junzt. Pero no se le pudo hacer hablar sobre este asunto. Escasamente una semana después del incidente hubo otro intento de llegar hasta la momia, seguido de un segundo arresto. Esta vez el transgresor había intentado forzar la cerradura de la vitrina. Se trataba de un cingalés que tenía un historial tan largo como el del hawaiano y que, como él, se negó a hacer declaraciones a la policía. Lo curioso de este caso era que poco antes un guardián había sorprendido a nuestro hombre dirigiendo a la momia un canto muy singular, en el que repetía claramente la palabra «T'yog».En vista de todos estos desagradables incidentes redoblé la vigilancia en la sala de las momias, y ordené que, en adelante, no perdieran de vista el famoso ejemplar ni un solo momento. Como es de comprender la prensa sacó partido del asunto. Volvió a repetir sus anteriores comentarios sobre la fabulosa tierra de Mu, y proclamó con osadía que la momia no era sino el temerario hereje T'yog,petrificado por la visión que había sufrido en la antiquísima ciudadela, conservándose en este estado durante 175.000 años de la turbulenta historia de nuestro planeta. Y puso de relieve y repitió hasta la saciedad que los extraños visitantes practicaban los ritos de Mu, y que acudían a venerar la momia... o quizá a intentar devolverla a la vida mediante hechizos y encantamientos. Los periodistas referían continuamente la vieja leyenda según la cual el cerebro de las víctimas de Ghatanothoa permanecía consciente e intacto. Este tema servía de base para una serie de especulaciones inverosímiles y disparatadas. El asunto del «rollo auténtico» recibió también la debida atención. Según la opinión más generalizada, la fórmula que le fue robada a T'yogse hallaba en alguna parte, y los miembros de la secta que la conservaba estaban tratando de ponerse en contacto con el mismo T'yog,aunque no se sabía con qué fin. Consecuencia de este planteamiento del problema fue la tercera oleada de visitantes que nuevamente empezó a invadir el museo para admirar la momia infernal que servía de eje a todo este extraño e inquietante asunto. Entre las personas que venían al museo -muchas de ellas hacían repetidas visitas-se comentaba cada vez más el cambio levísimo que había experimentado la momia. Me figuro -pese a la poco tranquilizadora observación que nuestro nervioso vigilante había hecho unos meses antes-que el personal del museo estaba excesivamente acostumbrado a ver formas extrañas, para prestar una estrecha atención a los detalles. En cualquier caso, los excitados comentarios de los visitantes hicieron que los vigilantes acabaran por advertir el cambio que, por lo visto, se iba produciendo. Casi al mismo tiempo la prensa volvió a coger el tema... con los escandalosos resultados que eran de esperar. Naturalmente presté al caso una mayor atención, y, a mediados de octubre, me di cuenta de que se había iniciado en la momia un proceso de desintegración. Debido a algún factor químico o físico del ambiente, las fibras, mitad piedra y mitad cuero, parecían relajarse gradualmente, originando una modificación en la postura de los miembros y la expresión facial de terror. Después de cincuenta años de perfecta conservación este proceso resultaba extraordinariamente desconcertante, y varias veces le pedí al doctor Moore, taxidermista del museo, que pasase a ver el ejemplar aquel. Moore comprobó que sufría una relajación y un reblandecimiento generales, y le administró un baño astringente por medio de pulverizaciones, sin atreverse a intentar nada más por miedo a que sobreviniese una precipitada descomposición. El efecto que produjo todo esto en las multitudes fue asombroso. Hasta entonces cada noticia publicada por prensa había atraído una marca de visitantes que venían a mirar y a murmurar en voz baja. Ahora, en cambio, aunque los periódicos hablaban sin cesar de los cambios sufridos por la momia, el público acusaba una sensación de temor que refrenaba su morbosa curiosidad. La gente parecía notar el aura que se cernía sobre el museo. En una palabra, el número de visitantes decreció notablemente, lo que puso de manifiesto que la afluencia de estrafalarios extranjeros seguía siendo la misma. El dieciocho de noviembre, un peruano de sangre india sufrió un extraño ataque de histerismo delante de la momia. Más tarde, gritaba en el hospital: «¡Ha intentado abrir los ojos! ... ¡T'yogha tratado de abrir los ojos para mirarme!» Por ese tiempo estaba yo decidido a ordenar que retirasen de la sala el siniestro ejemplar, pero quería esperar hasta la próxima reunión de nuestros directores. Me daba cuenta de que el museo comenzaba a gozar de una lamentable reputación en el tranquilo vecindario. Después de este último incidente di instrucciones para que no se le permitiera a nadie detenerse más de unos pocos minutos ante la monstruosa reliquia del Pacífico. El veinticuatro de noviembre, después de cerrarse el museo, uno de los vigilantes observó una pequeñísima ranura abierta en los ojos de la momia. El fenómeno era muy ligero. Tan sólo se había hecho visible una finísima línea de córnea en cada ojo. Con todo, el fenómeno era de suma importancia. El doctor Moore, mandado llamar inmediatamente, estaba a punto de examinar la parte visible del globo del ojo con una lente de aumento, cuando al tocar los párpados de la momia se cerraron fuertemente otra vez. Todos los intentos de abrirlos -sin forzarlos demasiado-fueron en vano. El taxidermista no se atrevió a aplicar otros procedimientos. Me llamó por teléfono inmediatamente después. Cuando me lo contó sentí que me invadía un terror difícil de definir. Por un momento pude compartir la impresión popular de que algo perverso, sin forma, brotaba de insondables profundidades de tiempo y espacio y se cernía sobre el museo como una amenaza. Dos noches más tarde un filipino mal encarado intentó esconderse en el museo a la hora de cerrar. Detenido y llevado a la comisaría, se negó a dar su nombre, quedando arrestado como persona sospechosa. Entretanto la estrecha vigilancia a la que era sometida la momia pareció disuadir a estos singulares extranjeros de proseguir su continuo acecho. Al menos disminuyó sensiblemente el número de aquellas gentes, cuando pusimos en vigor la orden de no detenerse ante ella. Durante las primeras horas de la madrugada del jueves, 1 de diciembre, sobrevino el desenlace. A eso de la una se oyeron unos espantosos alaridos de terror y de agonía que salían del museo. Las frenéticas llamadas telefónicas de los vecinos hicieron que se presentara rápidamente una patrulla de policía en el lugar, al mismo tiempo que varios funcionarios del museo, incluido yo mismo. Algunos agentes rodearon el edificio, en tanto que los demás, junto con el personal del museo, entramos cautelosamente. En el corredor principal encontramos al vigilante nocturno estrangulado -tenía aún la cuerda de cáñamo anudada en la garganta-y comprobamos que, a pesar de todas las precauciones, alguno de aquellos criminales había logrado entrar en el edificio. Un silencio sepulcral lo envolvía todo. Casi teníamos miedo de subir a la sala fatal, donde sabíamos que íbamos a descubrir la explicación de aquella tragedia. Encendimos las luces del edificio desde las llaves centrales del corredor y nos sentimos algo más tranquilos. Finalmente subimos con cautela por la escalera circular y cruzamos el suntuoso umbral de la sala de las momias.
A partir de ese momento, las noticias que se publicaron sobre este caso han sido sometidas a censura. Todos coincidimos en que no era aconsejable dar a conocer al público la amenaza que implican para la Tierra estos hechos. He dicho ya que encendimos las luces de todo el edificio antes de subir. Bajo los focos que iluminaban las vitrinas con sus tremendos contenidos presenciamos un horror cuyos pormenores sugerían acontecimientos absolutamente ajenos a nuestra capacidad de comprensión. Había dos intrusos -después habíamos de comprobar que se ocultaron en el edificio antes de la hora de cerrar-, dos intrusos que no serían castigados jamás por el asesinato del vigilante, porque habían pagado ya su crimen. Uno era birmano, y el otro, un nativo de las islas Fidji. Ambos eran conocidos de la policía por sus repugnantes actividades en relación con determinado culto. Estaban muertos los dos, y cuanto más los examinábamos, más horrible nos parecía aquella forma de morir. En los dos rostros se veía pintada la más frenética e inhumana expresión de horror. Con todo, entre el estado de ambos cuerpos había dIferencias significativas. El birmano se había desplomado muy cerca de la vitrina de la momia, en cuyo cristal había cortado limpiamente un rectángulo. En su mano derecha sostenía un rollo de pergamino azulado, lleno de jeroglíficos grisáceos: era casi un duplicado del rollo que se guardaba abajo en la biblioteca. Más tarde, después de un examen detenido, llegué a descubrir ligeras diferencias entre los dos textos. No había señales de violencia en el cuerpo, de modo que, a juzgar por la expresión agónica, desesperada, de su rostro contraído, sacamos en conclusión que aquel hombre había muerto a consecuencia de una impresión irresistible de terror. Pero fue el cuerpo del nativo de Fidji, que estaba allí cerca, lo que más nos impresionó. Uno de los policías fue el primero en verlo, y profirió un grito que debió de alarmar a la vecindad una vez más en aquella noche de espanto. Al ver las facciones contraídas y grisáceas de la víctima -cuyo rostro había sido negro-y la mano que apretaba todavía la linterna, podíamos habernos figurado que había sucedido algo horrible. Pero lo que descubrió el oficial nos cogió desprevenidos. Incluso ahora lo recuerdo con una repugnancia sin límites. En suma, el desdichado, que poco antes habría podido considerarse como un fornido tipo melanesio, era ahora una figura rígida, de color gris ceniza, petrificada... una mezcla de roca y tejido fibroso, idéntica en todos los aspectos a aquella cosa abominable, acurrucada, antiquísima, que se guardaba en la vitrina que acababan de violar.
Y no era eso lo peor. Superando los demás horrores, y acaparando nuestra atención antes de volvernos hacia los cuerpos tendidos en el suelo, vimos el estado de la espantosa momia. Ya no podía decirse que sus cambios fueran imperceptibles. De manera clara y evidente había variado de postura. Se había doblado y hundido a consecuencia de una extraña pérdida de rigidez. Sus manos agarrotadas habían descendido de suerte que ni siquiera tapaban parcialmente el contraído rostro, y -¡que Dios nos asista! -sus infernales ojos abultados se habían abierto por completo y parecían mirar directamente a los dos intrusos que habían muerto de espanto tal vez.
Aquella mirada lívida, de pez muerto, era terriblemente fascinadora. Me pareció como si nos vigilara durante todo el tiempo que estuvimos examinando los cuerpos de los intrusos. El efecto que producía en nuestros nervios era verdaderamente asombroso porque, en cierto modo, nos hacía experimentar la curiosa sensación de que nos invadía una rigidez interior que hacía más penosa la ejecución del más simple movimiento, rigidez que más tarde desapareció sorprendentemente al pasarnos de uno a otro el rollo de los jeroglíficos para inspeccionarlo. A cada momento me sentía irresistiblemente inclinado a mirar aquellos ojos saltones. Cuando volví a examinarlos, después de haber reconocido los cuerpos, me pareció percibir algo muy singular sobre la superficie vidriosa de aquellas negras pupilas, maravillosamente conservadas. Cuanto más las miraba, más fascinado me sentía. Por último, bajé a la oficina -pese al extraño acartonamiento de mis miembros-, subí un amplificador muy potente y me puse a examinar con detenimiento aquellas pupilas de pez, mientras los demás se agrupaban a mi alrededor, esperando el resultado. Yo siempre he sido escéptico respecto a la teoría de que pueden quedar grabados en la retina escenas y objetos, en caso de muerte o de coma. Sin embargo, tan pronto como me asomé al aparato, percibí como la imagen de una habitación, distinta por completo a aquella en que estábamos, reflejada en esos ojos vidriosos y remotos. En efecto, en el fondo de la retina había una escena oscuramente perfilada, que indudablemente era reflejo de lo último que aquellos ojos habían visto en vida... hacía millones de años quizá. Los contornos de la imagen parecían haberse desdibujado, de modo que empecé a manipular el amplificador con el fin de añadirle otra lente. El caso es que dicha imagen tenía que haber sido muy clara, aun en su infinita pequeñez, cuando -por efecto de algún diabólico sortilegio o manipulación ejecutada por los visitantes-éstos la contemplaron antes de morir. Con la lente adicional conseguí descubrir muchos detalles invisibles al principio. El atemorizado grupo que me rodeaba estaba pendiente del aluvión de palabras con que intentaba yo referir lo que veía Porque lo cierto es que, en este año de 1932, yo, un ciudadano de Boston, estaba contemplando una escena perteneciente a un mundo desconocido y absolutamente extraño, a un mundo desaparecido de la vida y de la memoria de los tiempos. Vi un enorme recinto -una cámara de ciclópea sillería-como si se hallase en una de sus esquinas. En los muros había unos relieves tan horribles que, aun en esta imagen imperfecta, me produjeron náuseas por su bestialidad y perversión. Era imposible que fuesen seres humanos los que habían esculpido aquello: imposible, también, que conocieran las formas humanas cuando labraron aquellos motivos espantosos que subyugaban al que los contemplaba. En el centro de la cámara había una descomunal trampa de piedra, levantada para dejar paso a algo que surgía de las profundidades. Aquel ser que brotaba del mundo inferior debió de haber sido claramente visible antes. En realidad, tuvo que serlo cuando los ojos de la momia se abrieron por vez primera ante los intrusos sorprendidos por el terror. Pero bajo mis lentes sólo se distinguía una mancha monstruosa. Así, pues, estaba examinando el ojo derecho, cuando introduje en el aparato una lente de mayor aumento. Después habría preferido que mi exploración hubiera terminado allí. Pero a la sazón me dominaba el ardor del descubrimiento, de modo que trasladé las lentes al ojo izquierdo de la momia con la esperanza de hallar menos borrosa la imagen de esa retina. Mis manos, temblando de excitación, acartonadas por algún influjo misterioso, manejaban con lentitud el amplificador. Un momento después pude comprobar que, efectivamente, la imagen era menos borrosa que en el otro ojo. Y entonces vi con relativa claridad la insoportable pesadilla que brotaba por la trampa de la cripta ciclópea, en aquel mundo primordial y olvidado... y caí al suelo profiriendo alaridos inarticulados. Cuando me recobré no se veía ya ninguna imagen clara en ninguno de los dos ojos de la momia. Fue el sargento Keefe, el que miró con mis cristales; yo no me sentía con ánimo para acercarme otra vez al rostro de aquella cosa abominable. Daba gracias a todos los poderes del cosmos por no haber mirado antes. Me hizo falta todo el valor -y que me lo pidieran con insistencia-para decidirme a contar lo que había visto en aquellos momentos de espantosa revelación. En verdad, no pude hablar hasta que nos trasladamos al despacho, lejos de aquella monstruosidad que no debía existir. Por entonces ya había empezado yo a concebir los más terribles presentimientos sobre la momia y sus ojos abultados: me daba la impresión de que la momia tenía una especie de conciencia infernal, mediante la que percibía todo lo que ocurría ante ella, y que trataba en vano de comunicar algún espantoso mensaje desde los abismos del tiempo. Aquello era la locura... Consideré que, al menos, sería mejor estar lejos, si tenía que contar lo que había vislumbrado. Después de todo, no era mucho lo que tenía que decir. Emergiendo, manando viscosamente de la trampa abierta de aquella cripta gigantesca, había visto una masa monstruosa, increíble, elefantina, del poder fulminador de cuya mirada no se me ocurría dudar. No me siento capaz de describirlo con palabras. Podría decir que era gigantesco, que estaba provisto de tentáculos, de probóscide, que se asemejaba a un pulpo, que era casi amorfo, y deforme, mitad cubierto de escamas y mitad rugoso... Ni de manera aproximada podría reflejar el nauseabundo, el abominable horror extragaláctico y la odiosa e indecible perversidad de aquel ser híbrido de caos y tiniebla. Mientras escribo estas palabras la asociación de ideas me hace volver a sentir debilidad y náuseas. Mientras les contaba en el despacho lo que había visto tuve que esforzarme por no volver a desmayarme. No estaban menos impresionados los que me escuchaban. Cuando terminé, nadie se atrevió a decir una palabra durante más de un cuarto de hora... Luego hubo comentarios de voz baja, alusiones furtivas a la ciencia espantosa del Libro Negro, a las recientes agitaciones de orden religioso y a los siniestros acontecimientos del museo. Se habló de Ghatanothoa, cuya imagen, por pequeña que fuese, podía petrificar ; de T'yog,del falso pergamino, del héroe que nunca había regresado, del verdadero rollo que podía anular total o parcialmente la petrificación... ¿Había sobrevivido hasta nuestros días?.. Se recordaron los cultos horribles y las frases captadas al azar: «No puede ser nadie más que él», «contempló su rostro», «lo sabe todo, y no puede ver ni tocar», «ha prolongado la memoria a través de los evos», «el verdadero pergamino lo liberará», «él puede decir dónde se encuentra». Solamente cuando apuntaba la primera luz del alba recobramos nuestro sentido común. Un sentido común que dio por asunto concluido lo que yo había vislumbrado... No había que volver más sobre esta cuestión. Dimos a la prensa algunos datos parciales, y más adelante cooperamos con ella para censurar aun estos relatos incompletos. Por ejemplo, cuando la autopsia descubrió que tanto el cerebro como los demás órganos internos del individuo de las islas Fidji, petrificado, se conservaban en todo su frescor orgánico, aunque herméticamente cerrados por la petrificación de los tejidos exteriores -anomalía en torno a la cual los médicos siguen discutiendo aún-, lo mantuvimos en secreto por temor a provocar una nueva oleada pública de terror. Sabíamos demasiado bien -porque de las víctimas de Ghatanothoa se decía que conservaban intacto el cerebro y la conciencia-el partido que los periódicos sensacionalistas sabrían sacar de este incidente. Tan sólo se dijo al público que el hombre que había llevado el rollo de los jeroglíficos -el que lo había intentado depositar sobre la momia por la abertura practicada en la vitrina-no estaba petrificado, en tanto que el que no lo había llevado, sí. Se nos pidió que realizásemos determinados experimentos -aplicar los dos pergaminos al cuerpo petrificado del de Fidji y a la misma momia-, pero nosotros nos negamos rotundamente a apoyar semejantes teorías supersticiosas. Como es natural, la momia fue retirada de la sala y trasladada al laboratorio del museo, en espera de un examen realmente científico, en presencia de alguna autoridad médica competente. Recordando los acontecimientos anteriores, mantuvimos una estrecha vigilancia. A pesar de eso hubo otro intento de entrar en el museo: el cinco de diciembre, a las dos veinticinco de la madrugada. El aparato de alarma funcionó inmediatamente, y el intento quedó frustrado, aunque por desgracia, el criminal (o los criminales) logró escapar. Me siento profundamente agradecido de que no haya llegado hasta el público ninguna otra alusión al caso. También desearía fervientemente que no hubiese nada más que decir. Algo trascenderá, sin embargo. Es natural. Y si me ocurriese algo, no sé que es lo que mis albaceas harán con este manuscrito. En todo caso, si llegara a publicarse, el asunto ya no estará dolorosamente reciente en la memoria de todos. Me cabe la esperanza, además, de que nadie crea en los hechos si son finalmente revelados. Eso es lo curioso del público. Cuando la prensa sensacionalista lanza algún infundio, está dispuesto a tragarse lo que sea, pero cuando se lleva a cabo una revelación sorprendente y fuera de lo común, la apartan con una sonrisa, como si fuese pura invención. Para bien de la salud mental de las personas, tal vez sea mejor así. He dicho que habíamos proyectado un examen científico de la momia. Esto sucedió el ocho de diciembre, exactamente una semana después de la horrible culminación de los acontecimientos, y fue dirigida por el eminente doctor William Minot, en colaboración con Wentworth Moore, doctor en Ciencias Naturales y taxidermista del museo. El doctor Minot había presenciado la autopsia del petrificado nativo de Fidji, la semana antes. También estuvieron presentes los señores Lawrence Cabot y Dudley Saltonstall, administradores del museo, los doctores Mason, Wells y Carver, del servicio técnico del museo, dos representantes de la prensa y yo. Durante el transcurso de la semana, el estado del horrible ejemplar no había cambiado visiblemente, aparte cierta relajación de las fibras que daban a la posición de los ojos abiertos una ligera variación de cuando en cuando. A todos nos causaba temor mirarla de frente, pues la impresión de que vigilaba consciente y en silencio se había hecho intolerable. Por mi parte, tuve que hacer un gran esfuerzo para asistir a la autopsia. El doctor Minot llegó poco después de la una de la tarde, y a los pocos minutos comenzó su reconocimiento de la momia. Al manipular en ella comenzó a desintegrarse rápidamente, en vista de lo cual -y teniendo en cuenta lo que se le había dicho sobre el gradual reblandecimiento de los tejidos a partir del primero de octubre-, decidió que debía hacerse una disección completa antes de que fuera tarde. Preparado, pues, el instrumental necesario que teníamos en el equipo de laboratorio, se empezó inmediatamente la autopsia. La singularidad de aquel tejido grisáceo y momificado le dejó perplejo. Pero su sorpresa fue mucho mayor cuando hizo la primera incisión profunda. Del corte aquel comenzó a gotear lentamente un líquido espeso y rojo, cuya naturaleza -pese al incalculable número de siglos que separaban a aquella momia de nuestro presente-era absolutamente inequívoca. Unos pocos cortes más, ejecutados con habilidad, dejaron al descubierto diversos órganos en un grado asombroso de conservación... En efecto, todo estaba intacto, excepto en algunos puntos donde la petrificación había penetrado, originando daños o deformaciones. El estado de la momia era tan semejante al del cuerpo del isleño de Fidji, que el eminente médico se quedó estupefacto. La perfección de aquellos ojos terribles y saltones era pavorosa, y su grado de petrificación, muy difícil de determinar. A las tres y treinta de la tarde abrieron el cráneo... y diez minutos más tarde, nuestro grupo, horrorizado, juraba mantener en secreto el resultado de la autopsia, que sólo documentos custodiados, como este manuscrito, pueden llegar a revelar un día. Incluso los dos periodistas prometieron guardar idéntico silencio. Porque la trepanación acababa de dejar al descubierto un cerebro vivo y palpitante.


Hazel Heald y H. P. Lovecraft
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