20110330

Extraño planeta azul

Un extraño planeta yace bajo nuestros pies también.


Filmada en los alrededores de Kirkenes y Pas, Parque Nacional que limita con Rusia, al norte de 70 grados y 30 grados al este. Las temperaturas son de alrededor de -25 grados Celsius.
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20110326

Visita a un planeta extraño

El sol de última hora de la tarde brillaba cegador y caliente, un gran orbe tembloroso en el cielo. Trent se detuvo un momento para recuperar la respiración. En el interior de su casco forrado de plomo, su rostro estaba goteando sudor, gota tras gota de pegajosa humedad que le empañaba el visor y le atragantaba.

Se cambió de hombro la bolsa de emergencia y se subió el cinto de la pistola. Sacó un par de tubos agotados de su tanque de oxígeno y los descartó tirándolos entre las hierbas. Los tubos rodaron y desaparecieron, perdidos en los interminables montones de hojas y matorrales verde rojizos.

Trent comprobó el contador, vio que la lectura era lo bastante baja, y se echó hacia atrás el casco durante un precioso momento.

El aire fresco llenó su boca y nariz. Inspiró profundamente, llenándose los pulmones. El aire olía bien... denso y húmedo y repleto del aroma de las plantas. Exhaló e inspiró nuevamente.

A su derecha se alzaba una gran columna de matorrales color naranja, envolviendo un inestable pilar de cemento. Por todo el llano paisaje se veía una gran extensión de hierba y árboles. En la distancia, una masa de vegetación se alzaba como una pared, una jungla de enredaderas, insectos, flores y matorrales que tendría que atomizar mientras avanzaba lentamente.

Dos inmensas mariposas danzaron pasando junto a él. Grandes formas frágiles, multicolores, que volaron erráticamente a su alrededor, alejándose luego. Por todas partes había vida: bichos y plantas y los animalillos de la espesura, una zumbante jungla de vida por todas partes. Trent suspiró y volvió a colocarse el casco. A lo más que se atrevía era a un par de inspiraciones.

Incrementó el flujo de oxígeno de su tanque y luego alzó el transmisor a sus labios. Lo tuvo un momento en emisión:

- Trent. Probando con el monitor de la Mina. ¿Me oís?

Un momento de estática y silencio. Luego, una débil y fantasmal voz:

- Adelante, Trent. ¿Dónde infiernos estás?

- Sigo yendo hacia el norte. Tengo ruinas delante. Quizá deba dar un rodeo. Parecen muy espesas.

- ¿Ruinas?

- Probablemente Nueva York. Comprobaré con el mapa.

La voz sonaba ansiosa:

- ¿Has encontrado algo?

- Nada. Al menos por el momento. Daré una vuelta e informaré dentro de una hora - Trent contempló su reloj -. Son las tres y media. Os llamaré antes del anochecer.

La voz dudó:

- Buena suerte. Espero que encuentres algo. ¿Qué tal su suministro de oxígeno?

- Bien.

- ¿Alimentos?

- Tengo bastantes. Quizá encuentre algunas plantas comestibles.

- ¡No corras ningún riesgo!

- No lo haré - Trent apagó el transmisor y lo volvió a colgar de su cinto -. No lo haré - repitió. Sacó su atomizadora, se volvió a colgar la bolsa de emergencia e inició de nuevo el camino, con sus pesadas botas forradas de plomo hundiéndose profundamente en el lujuriante follaje y en el humus de debajo del mismo.

Era poco después de las cuatro cuando los vio. Salieron de la jungla que los rodeaba. Eran dos, machos jóvenes: altos y delgados, y de un color azul grisáceo córneo parecido a la ceniza. Uno de ellos alzó su mano en saludo. Seis o siete dedos, con articulaciones extra.

- Tardes - trompeteó.

Trent se detuvo de inmediato. Su corazón retumbó.

- Buenas tardes.

Los dos jóvenes se le acercaron lentamente. Uno llevaba un hacha; un hacha para cortar follaje. El otro llevaba únicamente sus pantalones y los restos de una camisa de lona. Tenían casi dos metros y medio de altura, sin carne: huesos y ángulos duros y grandes ojos curiosos, con gruesos párpados. También había cambios internos, un metabolismo y una estructura celular radicalmente distintas, la habilidad para utilizar sales radiactivas, un sistema digestivo alterado. Ambos contemplaban a Trent con interés... con creciente interés.

- Oiga - dijo uno -. Usted es un ser humano.

- Así es - dijo Trent.

- Mi nombre es Jackson - el joven extendió su delgada mano azul córneo y Trent la estrechó torpemente. La mano se notaba frágil bajo su guante forrado de plomo. Su propietario añadió -: Mi amigo es Earl Potter.

Trent le estrechó la mano a Potter.

- Saludos - dijo Potter. Hizo una mueca con sus deformes labios -. ¿Podemos mirar su equipo?

- ¿Mi equipo? - repitió Trent.

- Su arma y equipo. ¿Qué es lo que lleva en el cinturón? ¿Y ese tanque?

- Transmisor... oxígeno - Trent les mostró el transmisor -. A pilas. Con un radio de ciento cincuenta kilómetros.

- ¿Es usted de un campo? - preguntó rápidamente Jackson.

- Sí. Allá en Pennsylvania.

- ¿Cuántos?

Trent, se alzó de hombros.

- Un par de docenas.

Los gigantes de piel azulada se mostraron fascinados.

- ¿Cómo han sobrevivido ustedes? A Penn le dieron duro, ¿no? Los estanques deben ser profundos por allí.

- Minas - explicó Trent -. Nuestros antepasados se metieron muy abajo en las minas de carbón cuando comenzó la Guerra. Así dicen los archivos. Estamos bastante bien instalados. Hacemos crecer nuestra propia comida en tanques. Tenemos unas pocas máquinas, bombas, compresores y generadores eléctricos. Algunos tornos manuales.

No mencionó que ahora los generadores tenían que ser puestos en marcha a mano, y que solo la mitad de los tanques seguían operando. Tras trescientos años, el metal y el plástico no servían de gran cosa; a pesar de los continuos arreglos y reparaciones. Todo se estaba desgastando, rompiendo.

- Oiga - dijo Potter -, esto deja como un tonto a Dave Hunter.

- ¿Dave Hunter?

- Dave dice que ya no hay ningún verdadero humano - explicó Jackson. Palpó con curiosidad el casco de Trent -. ¿Por qué no viene de vuelta con nosotros? Tenemos una colonia cerca de aquí... solo a una hora, más o menos, en el tractor: nuestro tractor de caza. Earl y yo estábamos cazando conejos flap-flap.

- ¿Conejos flap-flap?

- Conejos voladores. Buena carne, pero difíciles de cazar... pesan unos doce kilos.

- ¿Con qué los cazan? No será con el hacha.

Potter y Jackson se echaron a reír.

- Mire esto - Potter se sacó un largo tubo de latón de los pantalones. Lo llevaba en el interior de la pernera, a lo largo de su delgadísima pierna.

Trent examinó el tubo. Estaba hecho a mano. Latón blando cuidadosamente trabajado y enderezado. Un extremo tenía forma de boquilla. Miró su interior. Una pequeña aguja metálica estaba alojada en una masa de material transparente.

- ¿Cómo funciona? - preguntó.

- Lo lanza uno, como si se tratase de una cerbatana. Pero una vez el dardo-b está en el aire, sigue siempre a su objetivo. Tiene que suministrársele el impulso inicial. - Potter se echó a reír -. Yo lo suministro. Un gran soplido.

- Interesante. - Trent le devolvió el tubo. Con elaborado descuido, estudiando los dos rostros azul gris, preguntó -: ¿Soy el primer humano al que han visto?

- Así es - dijo Jackson -. Al Viejo le encantará recibirle. - Había ansiedad en su voz -. ¿Qué me dice? Nos ocuparemos de usted. Lo alimentaremos, le traeremos plantas y animales no radiactivos. ¿Qué le parecería pasar aquí una semana?

- Lo lamento - dijo Trent -. Tengo otro trabajo que hacer. Si paso por aquí de regreso...

Los córneos rostros mostraron desencanto.

- ¿Ni siquiera menos tiempo? ¿Esta noche? Le daremos mucha comida sin radiactividad. Tenemos un excelente desirradiador que el Viejo arregló.

Trent se golpeó el tanque.

- Voy corto de oxígeno. ¿No tendrán un compresor?

- No. No lo necesitamos para nada. Pero quizá el Viejo podría...

- Lo lamento - Trent se puso en marcha -. Tengo que seguir. ¿Están seguros de que no hay humanos en esta región?

- Creíamos que ya no quedaba ninguno en parte alguna. Se oyen rumores de vez en cuando. Pero usted es el primero que vemos - Potter señaló hacia el oeste -. Hay una tribu de rodadores en esa dirección - luego señaló vagamente hacia el sur -. Un par de tribus de insectos.

- Y algunos corredores.

- ¿Los ha visto?

- Vengo de esa dirección.

- Y hacia el norte hay algunos de los subterráneos... esos ciegos y perforadores - Potter hizo una mueca -. No puedo soportarlos, con sus galerías y perforaciones. Pero qué infiernos - sonrió -, cada uno tiene su forma de vida.

- Y hacia el este - añadió Jackson -, donde comienza el océano, hay una gran cantidad de la especie tortuga: el tipo submarino. Nadan por allí, usan esos grandes domos con aire y tanques... A veces salen de noche... Mucha gente sale de noche. Nosotros aún seguimos viviendo de día - se acarició su córnea piel azul grisáceo -. Esto filtra muy bien la radiación.

- Lo sé - dijo Trent -. Hasta la vista.

- Buena suerte - lo contemplaron irse, con sus ojos de gruesos párpados muy abiertos aún por el asombro, mientras el ser humano se abría camino lentamente por la lujuriosa vegetación verde, con su traje de metal y plástico brillando débilmente a la menguante luz del sol.



La tierra estaba viva, repleta de movimiento. Plantas, animales e insectos en una confusión desordenada. Seres diurnos, seres nocturnos, seres terrestres y acuáticos, de formas y en número increíbles que nunca habían sido catalogados y que probablemente jamás lo serían.

Al final de la Guerra, cada centímetro cuadrado de la superficie era radiactivo. Todo ser vivo sometido a rayos beta y gamma. La mayor parte de la vida murió..., pero no toda. Las radiaciones fuertes produjeron mutaciones: a todos los niveles, insectos, plantas y animales. El proceso normal de mutación y selección fue acelerado millones de años en segundos.

Esa descendencia alterada llenaba la Tierra. Una gigantesca horda brillante de seres saturados de radiación. En este mundo, solo aquellas formas de vida que podían usar un suelo radiactivado y respirar aire cargado de partículas podían sobrevivir. Insectos, animales y hombres que podían vivir en un mundo cuya superficie brillaba de noche.

Trent consideró esto hoscamente, mientras se abría paso por la calurosa jungla, quemando con gran experiencia los matorrales y enredaderas con su atomizadora. La mayor parte de los océanos se volatilizaron. Y el agua seguía cayendo aún, empapando el suelo con torrentes de caliente humedad. Aquella jungla estaba mojada... mojada, caliente y llena de vida. A su alrededor correteaban y producían ruidos muchos seres vivos. Apretó con fuerza su atomizadora, y siguió adelante.

El sol se estaba poniendo. Estaba comenzando a ser de noche. Una hilera de recortadas colinas se alzaba frente a él, a lo lejos, a la violácea luz. La puesta de sol iba a ser muy hermosa: a causa de las partículas en suspensión, partículas que aún flotaban desde las explosiones iniciales, hacía siglos.

Se detuvo un momento para mirar. Había recorrido un largo camino. Estaba cansado... y descorazonado.

Los gigantes de piel azul córneo eran una típica tribu mutante. Sapos, se los llamaba. A causa de su piel, ya que se parecía a la de los sapos córneos del desierto. Con sus órganos internos alterados para utilizar las plantas y el aire radiactivos, vivían fácilmente en un mundo en el que él solo podía sobrevivir con su traje forrado de plomo, visor polarizado, tanque de oxígeno, y píldoras de alimentos especiales no irradiados hechos crecer bajo tierra en la Mina.



La Mina... era hora de llamar de nuevo. Alzó su transmisor.

- Trent comprobando de nuevo - murmuró. Se lamió los resecos labios. Tenía hambre y sed. Quizá pudiera encontrar un sitio relativamente «frío», libre de radiación. Quitarse el traje durante un cuarto de hora y lavarse. Librarse del sudor y la suciedad.

Llevaba dos semanas caminando, encerrado en aquel caliente y pegajoso traje forrado de plomo, parecido al de un buzo. Mientras, a su alrededor, incontables formas de vida correteaban y saltaban, sin que les molestasen los mortíferos estanques de radiación.

- Mina - respondió la débil y lejana voz.

- Ya estoy harto por hoy. Me voy a parar a comer y descansar. Basta hasta mañana.

- ¿No hubo suerte? - fuerte desencanto.

- No.

Silencio. Luego:

- Bueno. Quizá mañana.

- Quizá. He encontrado una tribu de sapos. Unos machos jóvenes muy amables, de dos metros y medio de alto - la voz de Trent sonaba amarga -. Caminando por ahí sin más que camisas y pantalones. Con los pies descalzos.

El monitor de la Mina se mostraba desinteresado.

- Lo sé. Tienen suerte. Bueno, duerme algo y llámame mañana por la mañana. Ha llegado un informe de Lawrence.

- ¿Dónde está?

- Hacia el oeste. Cerca de Ohio. Caminando a buen ritmo.

- ¿Algún resultado?

- Tribus de rodadores, insectos y el tipo horadador que sale de noche... esas cosas blancas y ciegas.

- Gusanos.

- Sí, gusanos. Nada más. ¿Cuando volverás a informar?

- Mañana - dijo Trent. Desconectó y se colgó el transmisor del cinto.

Mañana. Contempló la distante hilera de colinas a la luz del anochecer. Cinco años. Y siempre... mañana. Era el último de una larga procesión de hombres enviados al exterior. Llevando preciosos tanques de oxígeno, píldoras alimenticias y una pistola atomizadora. Malgastando sus últimas reservas en una inútil exploración de las junglas.

¿Mañana? Algún mañana, no muy lejano, ya no quedarían más tanques de oxígeno ni píldoras alimenticias. Los compresores y las bombas habrían dejado definitivamente de funcionar. Estropeados para siempre. La Mina quedaría muerta y silenciosa. A menos que establecieran contacto muy pronto.

Se puso en cuclillas, y comenzó a pasar su contador por la superficie, buscando un lugar «frío» en el que desnudarse. Cayó dormido.



- Miradlo - dijo una lejana y débil voz. La conciencia le regresó en una oleada. Trent se despertó sobresaltado, echando mano a su atomizador. Era por la mañana. La grisácea luz solar se filtraba por entre los árboles. A su alrededor se movían unas figuras.

¡Su atomizador... había desaparecido!

Trent se sentó, completamente despierto. Las figuras eran vagamente humanas... pero no mucho. Insectos.

- ¿Dónde está mi arma? - preguntó Trent.

- Tómeselo con calma - un insecto avanzó, con los otros detrás. Hacía frío. Trent se estremeció. Se puso torpemente en pie, mientras los insectos formaban un círculo a su alrededor -. Se lo devolveremos.

- Dénmelo ya - estaba envarado y frío. Se colocó bien el casco y se apretó el cinto. Sentía escalofríos y se estremecía. Las hojas y enredaderas goteaban. Notaba el suelo blando bajo sus pies.

Los insectos conferenciaron. Había diez o doce de ellos. Extraños seres, más parecidos a insectos que a hombres. Tenían caparazones de gruesa y brillante quitina, ojos multifacetados. Nerviosas y vibrátiles antenas mediante las cuales detectaban la radiación.

Su protección no era perfecta. Una dosis fuerte, y estaban acabados. Sobrevivían mediante la detección y una inmunidad parcial. Su comida era tomada indirectamente, primero digerida por pequeños animales de sangre caliente y luego tomada como materia fecal, que ya no tenía partículas radiactivas.

- Es usted un humano - dijo un insecto. Su voz era aguda y metálica. Los insectos eran asexuados, al menos aquellos. Existían otros dos tipos, zánganos machos y una Madre. Aquellos eran guerreros neutros, armados con pistolas y hachas para la vegetación.

- Así es - dijo Trent.

- ¿Qué está haciendo aquí? ¿Hay más como usted?

- Unos cuantos.

Los insectos conferenciaron de nuevo, con sus antenas agitándose locamente. Trent esperó. La jungla estaba comenzando a agitarse con vida. Contempló una masa similar a la gelatina fluyendo hacia arriba por el costado de un árbol hasta llegar a las ramas, con un mamífero semidigerido visible en su interior. Algunas polillas diurnas pasaron revoloteando. Las hojas se agitaron cuando algunos animalillos subterráneos perforaron alejándose de la luz.

- Venga con nosotros - dijo un insecto. Hizo una seña a Trent para que fuera hacia adelante -. Vamos.

Trent lo siguió de mala gana. Caminaron a lo largo de un estrecho sendero, cortado recientemente por las hachas. Las primeras ramas y hojas de la jungla estaban ya creciendo de nuevo.

- ¿Adónde vamos? - preguntó Trent.

- Al Montículo.

- ¿Por qué?

- No le importa.

Contemplando como los insectos caminaban, Trent casi no podía creer que habían sido en algún tiempo seres humanos. O al menos sus antepasados. A pesar de su fisiología increíblemente alterada, los insectos tenían una mentalidad similar a la suya. Su estructura tribal era parecida a la de los estados orgánicos humanos: el comunismo y el fascismo.

- ¿Puedo preguntarle una cosa? - dijo Trent.

- ¿El qué?

- ¿Soy el primer ser humano que han visto? ¿No hay otros por aquí?

- Ya no.

- ¿Hay informes de colonias humanas por algún lugar?

- ¿Por qué?

- Simple curiosidad - dijo ceñudo Trent.

- Es usted el único - el insecto parecía complacido -. Tendremos una bonificación por esto. Por capturarle. Hay un premio permanente. Nadie lo había ganado antes.

También allí querían un humano. Un humano llevaba consigo una valiosa gnosis, una carga de tradición que los mutantes necesitaban incorporar a sus tambaleantes estructuras sociales. Necesitaban contacto con el pasado. Un ser humano era un brujo, un sabio que podía instruir y enseñar. Enseñar a los mutantes como había sido la vida, como habían actuado y vivido, y que aspecto habían tenido sus antepasados.

Una valiosa posesión para cualquier tribu... especialmente si no existía ningún otro ser humano en la región.

Trent maldijo profusamente. ¿Ninguno? ¿Nadie más? Tenía que haber otros seres humanos... en algún lugar. Si no al norte, hacia el este. Europa, Asia, Australia. En algún lugar, en algún punto del globo. Humanos, con herramientas y máquinas y equipos. La Mina no podía ser la única colonia, el único resto del verdadero hombre. Valiosas curiosidades... condenadas cuando se quemasen sus compresores y se secasen sus tanques de alimento.

Si no tenía suerte pronto...

Los insectos se detuvieron, escuchando. Sus antenas se agitaban suspicaces.

- ¿Qué pasa? - preguntó Trent.

- Nada - volvieron a ponerse en marcha -. Por un momento...

Un destello. Los insectos que abrían la marcha desaparecieron. Un apagado trueno los sacudió.

Trent cayó al suelo. Luchó, enredado en la pegajosa vegetación. A su alrededor los insectos luchaban locamente. Se peleaban con pequeños seres peludos que disparaban rápida y eficientemente sus armas, y que, a corta distancia, pateaban y rasgaban con sus inmensas patas.

Corredores.

Los insectos estaban perdiendo. Se retiraron, retrocediendo por el sendero, desperdigándose por la jungla. Los corredores saltaron tras ellos, impulsándose con sus poderosas patas traseras, como canguros. El último insecto desapareció. Se apagaron los ruidos.

- De acuerdo - dijo un corredor. Se detuvo para respirar, irguiéndose -. ¿Dónde está el humano?

Trent se puso lentamente en pie.

- Aquí.

Los corredores le ayudaron. Eran pequeños, de no más de un metro veinte. Redondos y gruesos, cubiertos por espesas pieles. Pequeños rostros bienhumorados lo contemplaban con preocupación. Ojos como cuentas, narices temblorosas y grandes patas de canguro.

- ¿Está bien? - preguntó uno. Le ofreció a Trent su cantimplora de agua.

- Estoy bien - Trent apartó la cantimplora -. Se llevaron mi atomizador.

Los corredores buscaron por los alrededores. No se veía por ninguna parte el atomizador.

- Déjenlo correr - Trent agitó la cabeza, atontado, tratando de coordinar sus pensamientos -. ¿Qué pasó? ¿Esa luz?

- Una granada - los corredores se hincharon de orgullo -. Tendimos un cable a lo ancho del sendero, atado al seguro.

- Los insectos controlan la mayor parte de esta área - dijo otro -. Tenemos que abrirnos camino luchando - de su cuello colgaban unos prismáticos. Los corredores iban armados con pistolas de balas y cuchillos -. ¿Es usted realmente un ser humano? - preguntó un corredor -. ¿De la especie original?

- Así es - murmuró Trent, con voz algo temblorosa.

Los corredores estaban asombrados. Sus ojos como cuentas se hicieron más grandes. Tocaron su traje de metal, su visor. Su tanque de oxígeno y su bolsa. Uno se acurrucó y con aire experto siguió el circuito de su aparato transmisor.

- ¿De dónde viene usted? - preguntó el líder con su voz parecida a un profundo ronroneo -. Es usted el primer ser humano que vemos en meses.

Trent se atragantó.

- ¿En meses? Entonces...

- No hay ninguno por aquí. Venimos del Canadá. De alrededor de Montreal. Hay una colonia humana allá.

Trent tenía la respiración alterada.

- ¿A una distancia que se pueda hacer caminando?

- Bueno, nosotros la hemos cubierto en un par de días. Pero vamos bastante deprisa - el corredor contempló dubitativo las piernas, recubiertas de metal, de Trent -. No sé, a usted tal vez le cueste más.

Humanos. Una colonia humana.

- ¿Cuántos? ¿Una colonia grande? ¿Avanzada?

- Es difícil recordar. Vi su colonia en una ocasión. En las profundidades de la tierra... Niveles, células. Les cambiamos algunas plantas «frías» por sal. Pero eso fue hace mucho.

- ¿Estaban muy desarrollados? ¿Tenían herramientas... maquinaria? ¿Compresores? ¿Tanques alimenticios que funcionasen?

El corredor se agitó inquieto.

- De hecho, quizá ya no estén allí.

Trent se quedó helado. El miedo lo atravesó como un cuchillo.

- ¿Quizá ya no estén allí? ¿Qué es lo que quiere decir?

- Quizá se hayan ido.

- Ido, ¿a dónde? - la voz de Trent sonaba apagada -. ¿Qué les pasó?

- No lo sé - dijo el corredor -. No sé lo que les pasó. Nadie lo sabe.



Siguió hacia adelante, apresurándose frenéticamente en dirección norte. La jungla dio paso a un bosque terriblemente frío. Grandes árboles silenciosos por todos lados. El aire era seco y tenue.

Estaba exhausto, y solo le quedaba un tubo de oxígeno en el tanque. Después de eso tendría que sacarse el casco. ¿Cuánto tiempo duraría? La primera lluvia le llevaría partículas letales a los pulmones. O el primer viento fuerte que llegase del océano.

Se detuvo, jadeando. Había llegado a lo alto de una larga ladera. Al fondo se extendía una llanura, cubierta de árboles, una extensión de un verde oscuro casi marrón. Aquí y allá brillaba un punto blanco. Algún tipo de ruinas. Una ciudad humana había estado allí hacía tres siglos.

Nada se movía... ningún signo de vida. Ningún signo por parte alguna.

Trent bajó la ladera. A su alrededor, el bosque estaba en silencio. Una sensación opresiva lo llenaba todo. Hasta faltaba el habitual ruido de los animalillos. Animales, insectos, hombrees... todo había desaparecido. La mayor parte de los corredores habían emigrado hacia el sur. Los animalillos probablemente habían muerto. ¿Y los hombres?

Llegó a las ruinas. Aquella había sido una gran ciudad en otro tiempo. Probablemente los hombres habían bajado a los refugios antiaéreos, las minas y los metros. Después habían agrandado sus cámaras subterráneas. Durante trescientos años los hombres, verdaderos hombres, habían sobrevivido, viviendo bajo la superficie, usando trajes forrados de plomo cuando salían afuera, haciendo crecer comida en tanques, filtrando su agua, comprimiendo aire libre de partículas. Protegiendo sus ojos contra la cegadora luz del brillante sol.

Y ahora... nada.

Alzó el transmisor.

- Mina - dijo secamente -. Soy Trent.

El transmisor carraspeó débilmente. Pasó largo tiempo antes de que respondiesen. La voz era débil y distante, casi perdida en la estática.

- ¿Y bien? ¿Los encontraste?

- Se han ido.

- Pero...

- Nada. Nadie. Completamente abandonado. - Trent se sentó en un muñón de cemento. Su cuerpo estaba muerto. Se le había escapado toda la vida -. Estuvieron aquí recientemente. Las ruinas no están cubiertas. Deben haberse ido en las últimas semanas.

- No tiene sentido. Mason y Douglas están en camino. Douglas tiene el tractor. Debería llegar ahí en un par de días. ¿Cuanto te durará el oxígeno?

- Veinticuatro horas.

- Le diremos que se apresure.

- Lamento no tener más que informar. Algo mejor - la amargura inundó su voz -. Después de todos esos años... Estuvieron aquí todo el tiempo, y ahora que finalmente llegamos hasta ellos...

- ¿Alguna pista? ¿Puedes saber lo que les pasó?

- Miraré - Trent se puso pesadamente en pie -. Si encuentro algo, informaré.

- Buena suerte - la débil voz se perdió en la estática -. Estaremos a la espera.

Trent devolvió el transmisor a su cinto. Alzó la vista al cielo gris. Era tarde, casi de noche. El bosque era hosco y ominoso.

Un débil manto de nieve estaba cayendo silenciosamente sobre la vegetación color marrón, ocultándola bajo una capa blanca. Nieve mezclada con partículas. Polvo mortal... que aún caía, después de trescientos años.

Encendió la lámpara de su casco. El haz iluminó un pálido círculo frente a él, entre los árboles, entre las derruidas columnas de cemento, los montones de vigas oxidadas. Entró en las ruinas.

En su centro halló las torres e instalaciones. Grandes pilares entrelazados con andamiajes de tubo, aún brillantes. Túneles que se abrían a las profundidades y parecían estanques oscuros... túneles desiertos y silenciosos. Miró al interior de uno, iluminándolo con la luz de su casco. El túnel bajaba recto, hundiéndose en el corazón de la tierra. Pero estaba vacío.

¿Adónde habían ido? ¿Qué les había pasado? Trent caminó atontado. Allí habían vivido seres humanos, allí habían trabajado, sobrevivido. Habían subido a la superficie. Podía ver los vehículos con cabezas excavadoras aparcados entre las torres, ahora grisáceos por la nieve nocturna. Habían subido y luego... se habían ido.

¿Adónde?

Se sentó bajo la protección de una columna derruida y encendió la calefacción. Su traje se calentó, con un lento y rojizo calor que le hizo sentirse mejor. Examinó el contador: el área estaba «caliente». Si quería comer y beber, tendría que irse a otro lugar.



Estaba cansado. Demasiado cansado para caminar. Se quedó sentado, descansando, hecho un ovillo, con la luz de su casco iluminando un círculo de nieve gris frente a él. La nieve caía silenciosamente encima suyo, y al final quedó cubierto, una masa gris sentada junto al derruido cemento. Tan silencioso e inmóvil como las torres y los andamiajes que lo rodeaban.

Se adormiló. Su calefacción zumbaba suavemente. A su alrededor se alzó un vientecillo, levantando la nieve, lanzándola contra él. Se deslizó un poco hacia adelante, hasta que su casco de metal y plástico quedó apoyado contra el cemento.

Hacia medianoche se despertó. Se irguió, repentinamente alerta. Había algo... un ruido. Escuchó.

A lo lejos, un rugido apagado.

¿Douglas en el tractor? No, aún no... aún pasarían dos días. Se puso en pie, desparramando la nieve. El rugido estaba creciendo, haciéndose más fuerte. Su corazón comenzó a martillear locamente. Miró a su alrededor, con su haz de luz brillando entre la noche.

El suelo se estremeció, vibrando a su través, haciendo tabletear su tanque de oxígeno casi vacío. Alzó la vista al cielo... y se le quedó la boca abierta.

Una estela encendida rasgaba el cielo, incendiando la oscuridad de la madrugada. De un color rojo oscuro, y haciéndose más grande a cada segundo. La contempló, sin cerrar la boca.

Algo estaba bajando... aterrizando.

Un cohete.

El largo casco metálico resplandecía a la luz del sol de la mañana. Los hombres estaban trabajando atareadamente, cargando equipo y suministros. Por los túneles corrían vehículos, trayendo materiales desde los niveles subterráneos hasta la nave que esperaba. Los hombres trabajaban cuidadosa y eficientemente, cada uno enfundado en su traje de metal y plástico, en su escudo, cuidadosamente cerrado, de plomo.



- ¿Cuántos hay en su Mina? - preguntó suavemente Norris.

- Unos treinta - los ojos de Trent estaban clavados en la nave -. Treinta y tres, incluyendo los que están fuera.

- ¿Fuera?

- Explorando. Como yo. Un par están de camino hacia aquí. Deberían llegar pronto. A última hora de hoy, o mañana.

Norris tomó unas notas en su bloc.

- Podremos llevar unos quince con esta carga. Recogeremos al resto la próxima vez. ¿Pueden resistir una semana más?

- Sí.

Norris lo contempló con curiosidad.

- ¿Cómo nos encontró? Hay mucho trecho desde Pennsylvania. Estamos haciendo nuestros últimos viajes. Si hubiera venido un par de días más tarde...

- Unos corredores me guiaron hasta aquí. Dijeron que ustedes se habían ido. Pero no sabían donde.

Norris se echó a reír.

- Nosotros tampoco sabíamos donde.

- Pero deben estar llevando todo esto a algún lugar. Esta nave... Es vieja, ¿no? ¿Reparada?

- Originalmente era algún tipo de bomba. La localizamos y la reparamos... trabajábamos en ella de tiempo en tiempo. No estábamos seguros de lo que queríamos hacer. Aún no lo estamos. Pero sabemos que tenemos que irnos.

- ¿Irnos? ¿Irnos de la Tierra?

- Naturalmente - Norris le hizo una seña para que fuera hacia la nave. Subieron por la rampa hasta una de las compuertas. Norris señaló hacia abajo -. Mire ahí... esos hombres cargando.

Los hombres casi habían acabado. Los últimos vehículos estaban medio vacíos, trayendo los últimos restos de los subterráneos, libros, discos, cuadros, artefactos... los restos de una cultura. Una multitud de objetos representativos metidos en la bodega de la nave para ser llevados lejos de la Tierra.

- ¿Adónde? - preguntó Trent.

- De momento a Marte. Pero no nos vamos a quedar allí. Probablemente seguiremos más lejos, hacia las lunas de Júpiter y Saturno. Quizá Ganímedes nos convenga. Y si no Ganímedes, alguna otra. En el peor de los casos nos podemos quedar en Marte. Es bastante seco y árido, pero no es radiactivo.

- ¿No tenemos ninguna posibilidad aquí... no hay forma en que limpiar las áreas radiactivas? Si pudiéramos enfriar la Tierra, neutralizar las nubes «calientes» y...

- Si hiciéramos eso - dijo Norris -, todos ellos morirían.

- ¿Ellos?

- Los rodadores, corredores, gusanos, sapos, insectos... todos los demás. Las innumerables variedades de la vida. Las innumerables formas adaptadas a esta Tierra... esta Tierra «caliente». Estas plantas y animales utilizan los metales radiactivos. Esencialmente, la nueva base de la vida es una asimilación de las sales metálicas «calientes», sales que son absolutamente mortíferas para nosotros.

- Pero, aún así...

- Aun así, realmente no es nuestro mundo.

- Somos los verdaderos humanos - replicó Trent.

- Ya no. La Tierra está viva, repleta de vida. Crece locamente... en todas direcciones. Somos una forma, una forma vieja. Para vivir aquí tendríamos que restaurar las viejas condiciones, los viejos factores, el equilibrio que había hace trescientos cincuenta años. Un trabajo colosal. Y, si lo lográsemos, si consiguiésemos enfriar la Tierra, no quedaría nada de todo esto.

Norris señaló al gran bosque marrón. Y, tras él, hacia el sur, al inicio de la húmeda jungla que continuaba ininterrumpidamente hasta el estrecho de Magallanes.

- En cierta manera, es lo que nos merecemos. Nosotros hicimos la guerra. Nosotros cambiamos la Tierra. No la destruimos... la cambiamos. La hicimos tan diferente que no podemos seguir viviendo en ella.

Norris señaló las hileras de hombres con casco... hombres enfundados en plomo, en gruesos trajes protectores, cubiertos por capas de metal y cables, contadores, tanques de oxígeno, escudos, píldoras alimenticias, agua filtrada. Los hombres trabajaban, sudando dentro de sus pesados trajes.

- ¿Los ve? ¿Qué le parecen?

Un trabajador subió, jadeando y resoplando. Por un breve instante alzó su visor e inspiró rápidamente una bocanada de aire. Lo cerró de nuevo con un golpe y, nervioso, lo atornilló en su lugar.

- Dispuestos a irnos, señor. Todo está cargado.

- Cambio de planes - dijo Norris -. Vamos a esperar hasta que los compañeros de este hombre lleguen aquí. Su colonia se está hundiendo. Otro día de espera no nos causará problemas.

- De acuerdo, señor - el trabajador bajó, descendiendo hacia la superficie, una extraña figura en su pesado traje forrado de plomo, esférico casco e intrincado equipo.

- Somos visitantes - le dijo Norris.

Trent tuvo un violento estremecimiento.

- ¿Cómo?

- Visitantes en una planeta extraño. Mírenos. Trajes acorazados y cascos, trajes espaciales... para explorar. Somos una nave que se detiene en un mundo extraño en el que no podemos sobrevivir, deteniéndose un breve período para cargar y despegar de nuevo.

- Cascos cerrados - dijo Trent con una extraña voz.

- Cascos cerrados. Escudos de plomo. Contadores y alimentos y agua especiales. Mire allí.

Un pequeño grupo de corredores estaban apretujados, mirando anonadados a la gran nave brillante. Hacia la derecha, visible entre los árboles, había un poblado de corredores. Campos sembrados en cuadrículas, corrales, y casas de madera.

- Los nativos - dijo Norris -. Los habitantes del planeta. Ellos pueden respirar el aire, beber el agua, comer las plantas. Nosotros no. Este es su planeta... no el nuestro. Ellos pueden vivir aquí, edificar una sociedad.

- Espero que podamos regresar.

- ¿Regresar?

- De visita... algún día.

Norris sonrió tristemente.

- Yo también lo espero. Pero tendremos que conseguir el permiso de sus habitantes... el permiso para aterrizar - sus ojos brillaban divertidos. Y, repentinamente, con dolor. Una súbita agonía que ahogaba todo lo demás -. Tendremos que preguntarles si les parece bien. Y quizá diga no. Quizá no nos acepten...
 

FIN
 
Philip K. Dick
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20110325

ARTIFICIAL PARADISE,INC.

Artificial Paradise, Inc es una película experimental que anticipa un futuro en  el que una gran empresa ha desarrollado un software único, basado en la realidad orgánica virtual, que contiene todos los recuerdos perdidos de la humanidad. 
Un usuario se conecta a esta base de datos de los olvidados ... ¿qué está buscando?

Producción: Cóndor
Director / editor / composición: Jean-Paul Frenay
Principales 3D artista / composición: Sandro Paoli
Artistas de 3D: Sylvain Jorget y Desmet Sébastien
Adicional operadores 3D: Otto Heinen y Voerman Okke
Diseño de sonido: Sello hazaña sulfúrico. Neptunian8

Distribuido por AUTOUR de Minuit y OneDotZero
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20110323

Criaturas del apogeo / Brian W. Aldiss


Desde la distancia, el palacio de un solo piso parecía flotar en el océano como una oblea.
De los iluminados cuartos del palacio, detrás de la larga columnata, salieron saltando tres seres, él, Ella y ella. Corrieron por las losas, riendo. La noche crepitaba allá arriba en tonos de azul oscuro y almíbar. La alegría chispeaba como relámpagos uniendo dos puntos opuestos.
La música rebosaba de las habitaciones. En esa música sólo se movía la armonía misma, en cadencias perfectas, aunque llevaba en el tono una referencia indirecta a los peculiares y profundos cambios de tiempo en ese mundo. Las cosas crecían, los ojos brillaban, los cuerpos eran ágiles; pero se trataba de ese planeta funesto y no de otro en el universo.
La gran terraza, por ejemplo, pavimentada con losas donde la mica centelleaba bajo los pies: sobre su extensión la luminosidad jugaba con tantas variaciones como la música. La propia noche era una gran fuente de luz y, como un enorme caldero invertido, el cielo derramaba sus alimentos sobre el complicado edificio. Hasta el abovedado techo, detrás de las columnatas, llevaba el mar sus secretos mensajes de luz, pues los océanos, para el calor y para el día, tienen mejor memoria que el aire. También los glaciares, y siete lunas pequeñas, contribuían con su cuota de brillo.
Y las tres criaturas que corrían riendo, él, Ella y ella, se regocijaban en la noche, a causa de cuyas propiedades vivían. Ahora habían llegado al borde de la terraza, y descansaron apoyados en la última y esbelta columna adornada con descoloridas pinturas de hechiceros y de cefalópodos. Dirigieron primero la mirada, instintivamente, hacia las susurrantes olas, como si quisieran traspasarlas y ver las criaturas que en las profundidades esperaban la estación apropiada. Sonrieron con una mueca. Levantaron la cabeza. Juntos, contemplaron el mar matutino, observando los inmensos glaciares que flotaban sobre las frías almohadas de su propio aliento. Llegaba la aurora. La aurora, sin la correspondiente palidez en el cielo.
La aurora, el imán de la vida. La atención de aquellos grandes ojos, en rostros pálidos, evanescentes, barrocos, fue atraída por un iceberg que flotaba en el este. Un iceberg que descansaba en las profundidades como un monumento al tiempo mismo. Los acantilados fueron de un gris recordado, sombríos, pétreos... hasta el momento del alba. Entonces el hielo se encendió como una señal distante.
Como una flor que se desdobla saliendo del capullo, mostrando voluptuosos pliegues rosados, el iceberg cambió de color. El gris se volvió gris paloma. El gris paloma se volvió gris tiza y adquirió luego un tierno tinte rosado, todo promesas.
Entre el día y la noche no existía separación: auroras como esa no podrían interrumpir el abrazo. Mientras el sol subía un poco más, mientras el iceberg, olvidado por el portador de la lámpara, se volvía a hundir en la oscuridad, no fue el resplandor lo que cambió sino el sonido. La música cesó. Incómodos dentro de los trajes de raso, los músicos retornaban furtivamente a casa.
El sol no era más que un implorante punto de luz, demasiado distante de todo para poder reinar. Una perla arrojada al cielo habría despedido más brillo.
Los tres se volvieron, él, Ella y ella. Con mucha tranquilidad, tomados de la mano, caminaron por el borde de la terraza, donde las profundas aguas amoniacales del océano les lanzaban reflejos al semblante, como pensamientos fugaces.
    - ¿Es más brillante? - preguntó ella refiriéndose al Sol.
    - Más brillante que en nuestra niñez - respondió él.
    - Más brillante aún que ayer -dijo Ella.
Ahora que la música de la noche había enmudecido, los susurros del océano y del aire se acercaban más, hablándoles del conmovedor fulcro de la existencia. Allá arriba, un ave marina voló entre los elevados arcos, saliendo momentáneamente de la nada y entrando en la órbita de la civilización antes de desaparecer de nuevo en el vacío. A sus pies, una sucesión de olas arrojaban espuma sobre la terraza, donde pronto se evaporaba hacia el espacio.
Los tres compartían un intenso amor, así que se acercaron más y caminaron como uno solo. Además de ser corta, la vida (cosa verdaderamente patética) era cíclica. Las hojas que se secaban y morían brotarían verdes de nuevo muchas generaciones más tarde.
    - Estamos ahora tan lejos del apogeo - dijo él.
    - El sol se acerca más y más al Tiempo de Cambio - dijo Ella.
    - Nuestro mundo tiene su rumbo trazado... sin rumbo no existiría el mundo - dijo.
El silencio fue una forma de asentimiento; pero por dentro, donde las cosas tangibles se unían a las cosas intangibles, tenían una gran sensación de temor, una sensación que trascendía la alegría o la pena, al considerar los movimientos planetarios dentro de los cuales se representaba su delicado papel; Ellos eran la vida de su mundo; pero en ese mundo toda la vida era como la imagen en un espejo. Existían dos tipos de vida, tan diferentes, tan dependientes como yin y yang... y sin embargo nunca se encontraban, y nunca se trataban, y ni siquiera podían respirar la atmósfera de la otra. Cada tipo de vida prosperaba sólo en la muerte del otro. En el Tiempo de Cambio, los siglos de existencia cambiaban de centinelas.
- Como criatura del apogeo, temo... - dijo Ella.
A lo que ella agregó:
-...pero forzosamente amo a las criaturas del perihelio.
Y que él remató:
- Porque juntos, ellos y nosotros debemos formar el sueño y la vigilia de un mismo Espíritu.
Se detuvieron a mirar otra vez por encima de los ondulados líquidos, como si esperaran ver a ese Espíritu antes de tomar la decisión de entrar en el palacio. Al volverse, fijaron la vista común en un ancho tramo de escaleras que bajaban de la terraza al océano. No era ese el camino que debían tomar. Otros pies, de diferente forma y propósito, usarían esas escaleras cuando pasase el terrible Tiempo de Cambio.
Las escaleras estaban gastadas, obnubilada la piedra misma, tanto por los siglos como por las pisadas. Sobre ellas habían circulado muchas atmósferas, muchos océanos, mientras el mundo se movía en su atenuada trayectoria elíptica. Era un mundo pequeño, esclavo de esa letárgica órbita; pues en el curso de un año, desde los calores del perihelio hasta los fríos del apogeo y viceversa, no sólo vidas sino generaciones enteras sufrían el ciclo de nacimiento y extinción, nacimiento y extinción.
Mientras observaban los anchos escalones que conducían a los opacos fluidos del océano, los tres sabían lo que habría de pasar en la primavera, cuando el sol fuese un disco y el Cambio destronase a su raza.
Entonces los océanos hervirían con furia.
Se retirarían las mareas.
Se secarían los escalones.
El palacio - su palacio - se transformaría, y aparecería sólo como el último piso de una enorme pirámide de muchos pisos. Los escalones llevarían al suelo distante. Ese suelo, ya no un lecho oceánico, quedaría allá abajo, a diez kilómetros de la cima.
Todo enmudecería después de las tormentas del Cambio, menos el llanto de la atmósfera con los nuevos vientos.
Aparecerían entonces las criaturas del perihelio y comenzarían a subir por la escalera. Bajo el ardor de ese sol hinchado, marcharían hasta la cima. En sus propias lenguas, con sus propios gestos, obedecerían a sus propias divinidades.
Hasta que volviese otra vez el otoño.
Los tres seres se apretaron con más fuerza y se retiraron al palacio, a descansar, a dormir, a soñar.


Brian W. Aldiss
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20110317

El Jardín del tiempo / J.G. Ballard


Al atardecer, cuando la gran sombra de la villa alcanzaba la terraza, el conde Axel abandonó su biblioteca y bajó los anchos escalones de estilo rococó que conducían hacia las flores del tiempo. Una figura alta e imperiosa con una chaqueta de terciopelo negro; un alfiler de corbata de oro brillaba bajo su barba a lo Jorge V. En una de sus enguantadas manos mecía ligeramente un bastón. Comenzó a inspeccionar las exquisitas flores de cristal, sin emoción, mientras escuchaba los sonidos del clavicordio de su esposa, que estaba tocando un rondó de Mozart en la sala de música. Los ecos de la melodía vibraban a través de los translúcidos pétalos.
El jardín de la villa se extendía unos doscientos metros bajo la terraza, llegando hasta un lago en miniatura cruzado por un puente blanco que conducía a un menudo pabellón en la orilla opuesta. Axel nunca se aventuraba más allá del lago. La mayor parte de las flores del tiempo crecían en un pequeño arriate justamente bajo la terraza, amparadas por el alto muro que circundaba la finca. Desde la terraza, el conde podía ver por encima del muro la llanura que había más allá; una era extensión de terreno abierto que avanzaba en ondulaciones hasta el horizonte, donde ascendía suavemente antes de perderse de vista. La llanura rodeaba la casa por todas partes, y su monótono vacío acentuaba la soledad y la suave magnificencia de la villa. Aquí, en el jardín, el aire parecía más brillante y el sol más cálido, mientras que en la llanura estaba siempre pálido y remoto.
Como de costumbre, antes de empezar su usual paseo vespertino, el conde Axel miró a lo largo de la llanura hasta la última elevación, donde el horizonte estaba iluminado como un escenario por los rayos del sol vespertino.
Cuando las delicadas y armoniosas notas de Mozart llegaban a él procedentes de las graciosas manos de su esposa, vio que las primeras filas de un enorme ejército se movían lentamente en el horizonte. A primera vista le pareció que avanzaban ordenadamente, pero en una inspección más detallada pudo comprobar que el ejército estaba formado por un vasto y confuso tropel de gente hombres y mujeres entremezclados con unos cuantos soldados de raídos uniformes, y todos ellos avanzando como una marea humana. Algunos lo hacían dificultosamente, bajo pasadas cargas suspendidas de toscos yugos que rodeaban sus cuellos; otros luchaban con toscas carretas de madera, ayudando con sus manos el girar de las ruedas. Solo unos cuantos caminaban libres, pero todos avanzaban al mismo paso, recortándose sus figuras a la luz del huidizo sol.
La multitud estaba casi demasiado lejos para ser visible; sin embargo, Axel siguió observando, con expresión fría y vigilante, hasta que se hizo claramente perceptible la vanguardia de un inmenso populacho. Por último, cuando la luz del día comenzó a desvanecerse, la multitud alcanzo la cresta de la primera ondulación bajo el horizonte; entonces, Axel abandonó la terraza y descendió a pasear entre las flores del tiempo.
Las flores crecían a una altura de dos metros; sus delgados tallos, como varillas de cristal, sostenían una docena de hojas. Al extremo de cada tallo estaba la flor del tiempo, del tamaño de una copa. Los opacos pétalos exteriores guardaban su corazón de cristal. Su brillantez diamantina presentaba mil facetas. Al ser movidas ligeramente por la brisa vespertina, refulgían como lanzas de fuego.
Muchos de los tallos habían perdido su flor, y Axel los examinaba cuidadosamente, con un destello de esperanza en los ojos en su búsqueda de algún nuevo brote.
Por último, seleccionó una gran flor de un tallo cercano al muro, se quitó los guantes y la arrancó con sus fuertes dedos.
Cuando llevaban la flor a la terraza esta comenzó a centellear y a deshacerse, y la luz procedente del corazón fue desvaneciéndose. Lentamente, el cristal también empezó a disolverse, y solo los pétalos de alrededor permanecían intactos. El aire que rodeaba a Axel se tomó brillante y vívido. En un instante, la tarde pareció transformarse, alternando sutilmente sus dimensiones de tiempo y espacio. El oscurecido pórtico de la casa quedó despojado de su pátina, y relumbraba con una espectral blancura, como surgido repentinamente de un sueno.
Alzando la cabeza, Axel miró fijamente otra vez por encima del muro. Solo el lejano borde del horizonte estaba iluminado por el sol, y la gran multitud que antes había avanzado casi una cuarta parte del camino de la llanura, había retrocedido ahora basta el horizonte. Todos habían vuelto atrás abruptamente, en una reversión del tiempo, y ahora parecían inmóviles.
La flor, en la mano de Axel, se había contraído hasta adquirir el tamaño de un dedal de cristal. Los pétalos estaban crispados alrededor del desvanecido corazón. Un desmayado centelleo tembló por un instante desde el centro y se extinguió rápidamente; entonces, Axel sintió derretirse la flor como una gota de rocío en su mano.
El crepúsculo se cerraba alrededor de la casa, extendiendo sus grandes sombras sobre la llanura, fusionando el horizonte con el cielo. El clavicordio estaba silencioso y las flores del tiempo no reflejaban su música, ahora inmóviles, formando parte del bosque embalsamando.
Durante unos minutos Axel las miró, contando las flores que aún quedaban; después saludó a su esposa, que cruzaba la terraza arrastrando el borde de su vestido de noche, de brocado, por las baldosas.
- Qué hermoso atardecer, Axel - habló la mujer, conmovida como si fuesen obra de su marido las ornamentales sombras y el nítido aire.
Su rostro era sereno e inteligente; llevaba el pelo recogido por detrás con un broche de piedras montadas en plata. El vestido, escotado, revelaba un largo y delgado cuello y una barbilla altanera. Axel la examinaba con profundo orgullo. Le ofreció su brazo y juntos bajaron las escaleras hasta el jardín.
- Uno de los más largos atardeceres de este verano - confirmó Axel, añadiendo -: He arrancado una flor perfecta, querida. Una joya. Con suerte nos servirá para varios días - frunció el entrecejo y miró involuntariamente al muro -. Cada vez parecen estar más cerca.
Su mujer le sonrió alentadoramente y apretó su brazo con efusión. Ambos sabían que el jardín del tiempo estaba muriendo.

* * *

Tres tardes después, como había previsto (aunque más pronto de lo que esperaba), el conde Axel arrancó otra flor del jardín del tiempo.
Cuando aquel día miró por encima del muro, la chusma había alcanzado la mitad de la llanura, extendiéndose como una masa ininterrumpida. Creyó oír murmullos de voces traídos por el aire, un hosco ronroneo pleno de lamentos y gritos. Afortunadamente, su mujer estaba ante el clavicordio y los maravillosos contrapuntos de una Fuga de Bach se esparcían a través de la terraza, ocultando otros ruidos.
Entre la casa y el horizonte la llanura estaba dividida en cuatro grandes declives, y la cresta de cada uno de ellos era visible en la declinante luz. Axel se había prometido a sí mismo que nunca los contaría, pero el número era demasiado pequeño para pasar inadvertido, particularmente porque servían de referencia en el avance del ejército.
Ahora la avanzadilla había traspasado la primera cresta e iba camino de la segunda, y el grueso de la multitud presionaba detrás de los primeros. Mirando a izquierda y derecha de aquel compacto grupo, Axel pudo apreciar la ilimitada extensión del mismo. Lo que al principio pudo creer que formaba el cuerpo total de la masa no eran sino las avanzadillas. El verdadero centro no era visible todavía y Axel estimaba que cuando este, por fin, alcanzara la llanura no quedaría un palmo de terreno sin hollar.
Intentaba ver algunos vehículos o máquinas pero todo aquello era una maraña amorfa y sin coordinación. No había estandartes, banderas, mascotas ni cortapicas; con la cabeza inclinada, la multitud avanzaba sin tregua.
Repentinamente, las avanzadillas de la chusma aparecieron en lo alto de la segunda cresta y avanzaron hormigueando por la llanura. Lo que más asombró a Axel fue la increíble distancia que habían cubierto en tan poco tiempo. Las figuras se veían mucho más grandes que la vez anterior.
Rápidamente, Axel salió de la terraza, seleccionó una flor del tiempo del jardín y la arrancó del tallo. Esta despidió su compacta luz y Axel volvió a la terraza. Cuando la flor se redujo a una perla helada en su mano miró hacia la llanura y vio con alivio que el ejército había retrocedido hasta el horizonte. Entonces advirtió que el horizonte estaba mucho más cerca que cuando arrancó la flor; lo había confundido con la primera cresta.

* * *

Cuando se unió a la condesa en el paseo vespertino no le dijo nada de lo sucedido, pero ella se dio cuenta de su desconcierto e hizo todo lo posible para disipar su preocupación.
Mientras bajaban los escalones, la condesa señaló al jardín del tiempo.
- ¡Qué maravilloso panorama, Axel! ¡Hay tantas flores todavía!
Axel asintió, sonriendo interiormente ante la tentativa de su mujer para tranquilizarle. La entonación con que ella había pronunciado la palabra «todavía» revelaba su propio conocimiento del próximo fin. De hecho, restaba una escasa docena de flores de los cientos que habían crecido en el jardín, y en su mayor parte eran tan solo capullos. Solamente tres o cuatro habían alcanzado la plenitud. Cuando caminaban hacia el lago, Axel trataba de decidir si debía arrancar primero las flores desarrolladas o dejarlas para el final. Estrictamente, sería mejor dar tiempo suficiente para que los capullos creciesen y madurasen, y este beneficio se perdería si retenía las flores formadas hasta el final, como deseaba hacer para la última acción defensiva. Se dio cuenta, empero, que en cualquier caso era lo mismo; el jardín moriría pronto y las pequeñas flores requerían más tiempo para crecer que él podía otorgarles.
Cruzando el lago, él y su esposa miraron sus cuerpos reflejados en las oscuras aguas. Amparado por el «pavillon» por un lado y el muro por el otro, Axel se sentía tranquilo y seguro, y la llanura, con su alborotada multitud, parecía una pesadilla de la cual había despertado felizmente. Puso un brazo alrededor del suave talle de su esposa y la atrajo hacia sí cariñosamente, dándose cuenta de que no la había abrazado desde hacía años, aunque sus vidas habían sido eternas, y podía recordar, como si fuera ayer, cuando la trajo a vivir en la villa.
- Axel - le preguntó su mujer, con repentina seriedad -. Antes que el jardín muera..., ¿puedo arrancar yo la última flor?
Entendiendo su petición, él asintió lentamente con la cabeza.

* * *

Una por una, durante los dos atardeceres siguientes, Axel arrancó las flores que quedaban, dejando tan solo un pequeño capullo que crecía justamente bajo la terraza, destinado a su esposa.
Había cogido las flores al azar, rehusando contarlas o racionarías y arrancando dos o tres capullos a la vez cuando era necesario. La horda había alcanzado la segunda y tercera cresta; nublaba el horizonte. Desde la terraza, Axel podía ver con claridad la revuelta turba bajando por la depresión hacia la cresta final, y de cuando en cuando los sonidos de sus voces llegaban hasta él mezclados con gritos de cólera y chasquidos de látigos. Las carretas de madera daban tumbos por todos los lados sobre sus ruedas y los conductores luchaban por controlarlas. Por lo que podía distinguir Axel, ni un solo miembro de la multitud estaba enterado de la dirección que llevaban. Más bien cada uno avanzaba ciegamente sobre el terreno, pisando los talones a la persona que iba delante. Sin motivo que aducir, Axel tenía la vaga esperanza de que el verdadero núcleo, bajo el lejano horizonte, pudiera cambiar de dirección y la multitud alterase su curso gradualmente, desviándose de la villa, y retrocediera en la llanura como una resaca en el mar.
En el penúltimo atardecer, cuando arrancó la flor del tiempo, la avanzadilla de la chusma había alcanzado la tercera cresta y pasaba hormigueante ante ella. Mientras esperaba a la condesa, Axel miró las dos florecitas que quedaban; solo conseguirían hacerles retroceder un corto trecho en el próximo atardecer. Los tallos de cristal a los que arrancó las flores se alzaban en el aire, pero todo el jardín había perdido su lozanía.

* * *

Axel pasó la mañana siguiente tranquilamente en su biblioteca, encerrando sus manuscritos más raros en las cámaras de cristal situadas en las galerías. Caminó lentamente ante los retratos, puliendo cada uno de los cuadros cuidadosamente; después, puso las cosas en orden en su escritorio y cerró la puerta tras él. Durante la tarde halló trabajo en la sala, ayudando a su esposa que limpiaba sus ornamentos y ponía en orden los jarrones y bustos.
Al atardecer, cuando el sol declinaba por detrás de la casa, ambos estaban cansados y polvorientos y no habían cruzado la palabra en todo el día. Cuando su mujer se dirigía a la sala de música, la llamó.
- Esta noche cogeremos las flores juntos, querida - anunció lentamente -. Una para cada uno.
Lanzó una ojeada por encima del muro. Pudo oír a unos seiscientos metros el rugir de la chusma avanzando hacia la casa.
Rápidamente, Axel arrancó su flor, un capullo no mayor que un zafiro. A medida que este iba perdiendo su luz, el tumulto de afuera pareció ceder momentáneamente; después, comenzó de nuevo.
Cerrando sus oídos al clamor, Axel dirigió la vista hacia la villa, contando las seis columnas del pórtico; después, se fijó en la plateada superficie del lago que reflejaba la última luz del atardecer, y en las sombras que se cruzaban entre los árboles y se extendían por el crespo césped. Axel se detuvo sobre el puente donde él y su mujer habían visto sucederse, cogidos del brazo, tantos y tantos veranos.
-¡Axel!
Afuera, el tumulto se hacía ensordecedor; mil voces bramaban a veinte metros escasos de allí. Una piedra cruzó por encima de la valla y cayó en el jardín del tiempo, rompiendo algunos de los vítreos tallos. La condesa corrió hacia él cuando una nueva oleada retumbó a lo largo del muro. Después, una pesada baldosa cruzó por encima de sus cabezas y se estrelló en una de las ventanas del invernadero.
-¡Axel!
La rodeó con sus brazos, ajustándose la corbata que ella había ladeado con su hombro.
-¡Rápido, querida, la última flor!
La condujo al jardín. La condesa tomó el tallo, arrancó la flor limpiamente y la protegió entre las palmas de sus manos.
Por un momento el tumulto desmayó y Axel recobró su sangre fría. Al vívido centelleo de la flor vio el blanquecino rostro y los asustados ojos de su mujer.
- Retenla todo lo que puedas, querida, hasta que muera la última de sus fibras.
Permanecieron juntos en la terraza. De pronto, el griterío de afuera aumentó. La multitud estaba golpeando la verja de hierro y toda la villa temblaba ante este impacto.
Cuando el último rayo de luz desapareció, la condesa elevó sus manos como si liberase un invisible pájaro; después, en un acceso final de valor, tomó las manos de su esposo con una sonrisa radiante que se desvaneció rápidamente.
-¡Oh Axel!- lloró.
Como una espada, la oscuridad descendió súbitamente sobre ellos.

* * *

Pesadamente, la multitud que había afuera pasó por encima de los residuos del muro que cercaba la finca; acarreaban sus carretas por encima de él y a lo largo de los baches que una vez habían sido primoroso camino. Las ruinas de lo que antes fuera una espaciosa villa eran holladas por una incesante marea humana. El lago estaba seco. En su fondo quedaban troncos de árboles quebrados y el viejo puente deshecho. Brotaban las malas hierbas entre el largo césped de la pradera, cubriendo los senderos.
La mayor parte de la terraza se había derrumbado y casi toda la multitud cruzaba rectamente por el césped, desviándose de la destruida villa; pero uno o dos de los más curiosos treparon y buscaron entre su armazón. Las puertas habían sido sacadas de sus goznes y los suelos estaban agrietados. En la sala de música se veía un viejo clavicordio hecho astillas y algunas de sus teclas aún reposaban entre el polvo. Todos los libros estaban esparcidos por el suelo, fuera de sus estantes, y los lienzos habían sido acuchillados, cubriendo con sus tiras el suelo.
Cuando el cuerpo mayor de la multitud alcanzó la casa cubrió el muro en toda su extensión. Toda la gente junta caminaba a tropezones por el seco lago, por la terraza, y atravesando la casa cruzaban hacia la parte norte. Solo una zona soportaba esta ola sin fin. Justamente bajo la terraza, entre el derruido balcón y el muro, había unos matorrales espinosos de unos dos metros de altura. El punzante follaje formaba una masa impenetrable y la gente pasaba a su alrededor cuidadosamente. Muchos de ellos estaban demasiado ocupados buscando su camino entre las destrozadas losas para mirar el centro de los matorrales espinosos, donde dos estatuas de piedra, una junto a la otra, miraban alrededor desde su zona protegida. La mayor de las dos figuras representaba a un hombre con barba que llevaba una chaqueta de cuello alto y un bastón en una mano. Junto a él había una mujer con un traje de seda. Su rostro era suave y sereno. En su mano derecha sostenía ligeramente una rosa de pétalos tan suaves que casi eran transparentes.
Cuando el sol se puso tras la casa, un rayo de luz pasó a través de una cornisa rota e hirió la rosa y, reflejándose sobre las estatuas, iluminó la piedra gris de tal manera que, por un fugaz momento, esta fue indistinguible de la ya hacía tiempo desvanecida carne de los originales de las estatuas.

J.G.Ballard


 
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20110314

Soylent Green

Cuando el destino nos alcance, (título original en inglés: Soylent Green) es una película norteamericana de ciencia ficción de culto producida en 1973 y dirigida por Richard Fleischer. Está basada en la novela de Harry Harrison de 1966 titulada ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio! (Make Room! Make Room!).

Ubicada en el año 2022, la película presenta una interesante distopía. La ciudad de Nueva York está habitada por más de 40.000.000 de habitantes, radical y físicamente separada entre una minoría que vive cómodamente y una mayoría hacinada en calles y edificios donde malvive con agua en garrafas y dos variedades de un producto comestible, soylent rojo y soylent amarillo que son la única fuente de alimentación de la mayor parte de la población. En el filme, la carestía generalizada es el resultado del agotamiento de recursos naturales, la degradación ambiental extrema y la sobrepoblación. No obstante, a pesar del ambiente desolador, sobrevive una pequeña élite que mantiene el control político y económico y puede acceder a ciertos lujos como verduras y trozos de carne.

Robert Thorn (Charlton Heston) vive con su amigo y colaborador Sol Roth (Edward G. Robinson) quien sólo rememora el pasado, cuando el planeta era más habitable y sirve como interprete culto de los libros que guardan la sabiduría del pasado. Thorn, policía de Nueva York, se ve involucrado en la resolución del caso del asesinato de uno de los principales accionistas de Soylent, que ha muerto golpeado en su casa. Soylent verde es el nuevo producto alimenticio sacado al mercado que anuncian se produce con plancton de todos los océanos.

El seguimiento de las pistas se vuelve difícil entre una trama que elimina toda posible búsqueda de la verdad y un ambiente espeso y desesperanzado que hace más y más asfixiante el desarrollo de la película.

Luego de conocer un oscuro secreto Sol Roth decide suicidarse en un sitio llamado El Hogar, el cual recrea el mundo como era en su época de juventud mientras muere y sólo acierta a decir a Thorn que siga su cuerpo como pista antes de desaparecer. El seguimiento de su cadáver ofrece a Thorn el destino real de todos los cuerpos, que no es otro que acabar procesados en Soylent verde para ser parte de dicho preparado alimenticio, el final de la película sólo evidencia esa situación sin poder ofrecer ninguna solución a lo que ya se ha generado.

La película ofrece una visión apocalíptica sobre la degradación ambiental y sobre la superpoblación que afecta a todo el planeta, al grado de comerse a los muertos.

El Soylent Green se menciona en varias series de televisión, tanto para conseguir un efecto dramático como cómico. Por ejemplo, en la serie de dibujos animados Futurama, ambientada en el año 3000, se hace referencia en varios capítulos a diversos productos alimenticios a base de "soylent", como la "soylent cola", (cuyo sabor, según Leela, "depende de la persona") y en el capítulo "Un cocinero con un 30% de hierro", en la competición entre Elzar y Bender, el Soylent Green es el alimento base para todos los platos. Según el locutor, el Soylent Green es "el alimento básico de la cocina de gourmet". También existen referencias a esta película en otra serie de Matt Groening, Los Simpsons, como por ejemplo en el capítulo Bart to the Future o en el episodio Itchy & Scratchy: The Movie en el cual Homer Simpson dice "Mmmm...soylent green" ademas de el episodio en el que el Abuelo simpson se intenta suicidar en el Die-Pod, se parodia a la muerte del Detective que descubre el secreto del Soylent. En uno de los capítulos de la serie "Tropiezos estelares" hay también una pequeña reseña a soylent green.

En el juego Xenogears de PSX, se hace una referencia al producto Soylent green.

La canción Soylent Green de Wumpscut (Music for a Slauthering Tribe 2) hace referencia al soylent green como carne humana.

En la serie de tv MILLENNIUM, Frank Black para acceder a su computador tiene que pronunciar la frase: "Las galletas verdes son de humano"

En el videojuego Left4dead 2, en la campaña "Defunción" al terminar la campaña y marcharse del lugar en un dialogo Zoey dice: "Adios, el Soylent Verde está hecho de humanos"

En el apocalíptico cortometraje español ""Fuego en los Radios" de Cinesín el anunciante patrocinador es "Soylent Green"
 
Aquí les dejo un enlace a Cuevana donde podrán ver la película on-line con calidad DVD con solo cargar un inofensivo plug-in.
 
 Fuente texto Wiki
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Biopunk

El biopunk (neologismo que resulta de la contracción de los términos "biotechnology" y "punk") es un subgénero dentro del "cyberpunk" que utiliza elementos de la novela policíaca, el film noir, el anime japonés y la prosa post-modernista para describir una sociedad nihilista y underground basada en la biotecnología.

El biopunk describe a los movimientos contraculturales que se desarrollaron durante la “revolución biotecnológica”, especialmente en las décadas de 1990 y 2000, de la que se esperaba que tuviera un importante impacto en las sociedad de la primera mitad del siglo XXI. El tema principal de este subgénero es la lucha de un individuo o un colectivo, a menudo resultantes de la experimentación con ADN humano, contra un régimen totalitario o una gran corporación que emplea la biotecnología para fines no éticos, como el control social. A diferencia del cyberpunk, la historia no especula sobre la tecnología de la información sino sobre biología sintética. Y al igual que en el postcyberpunk, los individuos suelen estar modificados y perfeccionados genéticamente. La característica común de las historias del biopunk es la presencia de una “black clinic” (clínica negra), es decir, un laboratorio, clínica o hospital donde se realizan modificaciones biológicas o manipulaciones genéticas ilegales o de dudosa ética.

Uno de los escritores más prominentes dentro de este campo es Paul Di Filippo, que ha denominado a sus relatos ribofunk (término que hace referencia a los ribosomas).

Literatura

    * Ribofunk de Paul Di Filippo
    * Holy Fire de Bruce Sterling
    * The Movement of Mountains y The Brains of Rats de Michael Blumlein
    * Clade y Crache de Mark Budz
    * White Devils de Paul J. McAuley
    * La trilogía de Xenogenesis de Octavia E. Butler
    * La radio de Darwin de Greg Bear

 Cine y televisión

    * La mosca (1986)
    * Parque Jurásico (1993)
    * Gattaca (1997)
    * Dark Angel (2000)
    * Geneshaft (2001)
    * El sexto dia (2000)
    * Splice (2009)
    * Existenz (1999)
    * Mimic (1997)

Videojuegos

    * Resident Evil
    * BioShock

Comics y manga

    * Doktor Sleepless de Warren Ellis

Fuente: Wiki
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20110307

Metamaterial por Dima Grubin


Metamaterial es un ejemplo de las necesidades de espacios visuales alternos. De liberar la imaginación en parajes extraños y en constante desarrollo.
Los metamateriales son materiales artificiales diseñados para tener características que no se pueden encontrar en la naturaleza.
Una explosión de realidades alternas que invaden nuestras retinas.

Canción - Kings of Leon - Closer
C4D y After Effects
Dima Grubin

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